Por María L. Pérez


—Jigüe, ¿cómo es eso de que te gustan las naranjas y los dulces?

—Sí, sí, Jigüe —interrumpió Sonia—. ¿Por qué no nos dices de cuando te comiste las naranjas del tío y las trampas de cake que hizo la abuela?

El tío Onelio siempre asestaba contando de los ladrones. Los ladrones se habían llevado tantas cosas: el techo del corral de los lagartos, el piso de colores que cubría todo el fondo del pozo, el árbol de maní azucarado y hasta las flores que nacieron en las tejas del patio.

—¡Es cosa de muchachos, Onelio!… —le decía Armando—, tú sabes que es que dejaron descuidadas cinco naranjas y unos hollejos ya sin jugo, alrededor del naranjo mayor.

—¡Son ladrones, Armando, la-dro-nes! —y cerraba el puño derecho con mucha fuerza—. Este lugar está repleto de ruidos y esos ruidos son pasos y señales que se hacen entre sí. ¡El día menos pensado amaneceremos sin naranja!

Entre Armando, Onelio y el abuelo hicieron unas trampas. Cuatro en total. De allí ningún zapato saldría airoso ni ningún pantalón regresaría con falsos. La carnada fueron pedazos triangulares de cakes de maní con coco, que abuela hizo para el esperado momento.

—Lo pusimos en el platanal, después de la mata de mamoncillos —narraba Armando de pequeño—. Al amanecer corrí hacia ellos. De las cuatro trampas lograron sacar las cuñas de dulce. En una había un mechón de pelo negro y encrespado.

—¡Lo sabía, lo sabía! ¡Esas, eran cosas del Jigüe!

Tomado del libro Vuelve a cantar la cigarra (Editorial Gente Nueva, 2011). (N. del E.).