Por Elizabeth Álvarez


Él siempre me dijo lo que tenía que hacer; a la hora del desayuno, me señalaba la leche y el pan, y ya yo estaba listo antes de que mamá acabara de servirlo en la mesa.
     Si se trataba de hacer las tareas, tiraba de mi pantalón y sonreía con aquel pequeño rostro de de pecas en colores, luego con voz melodiosa hablaba de hacerlas; lo mismo a la hora del baño.
     Mi madre siempre hablaba del orgullo que sentía por lo juicioso y puntual que yo era.
     El gran problema empezó cuando la tía se enamoró de la malaguilla. Es que mi madre nunca le negó nada a su hermana (la menor) como ella decía.
     —Esa planta es mía, no se la lleva nadie —grité.
     —No seas egoísta, no entiendo tu comportamiento; esa es tu tía, pondré otra acá —ella me respondió.
     —No me da la gana —le manifesté.
     —¡Vas a ver! —gritó mi mamá.
     Corrí hacia el cuarto, mi perreta duró toda la tarde y toda la noche y no atendí cuando el Duende halaba mi ropa con desesperación.

     Al oto día ya la maceta no estaba en casa, por supuesto, no me levanté a tiempo ni estuve a la hora exacta para el desayuno.
     Mi madre me recriminó y volvió a hablarme de mi egoísmo.
     El problema era ir a casa de tía; soy muy orgulloso, ¿y cómo iba a ir a su casa después de la tragedia que armé? Yo no sabía distinguir entre el orgullo y el amor por mi Duende; dejé de comer y dormir, estaba muy flaco; eso sí: mi vanidad se mantenía.
     Uno de esos días, estando en el patio, sentí una voz que salía de la palmita.
     —Yo no soy tu duende, ni tan siquiera me parezco a él, pero no puedes negar que te estás portando mal; no te has preocupado por tu amigo y no sabes cómo se siente en aquella casa.
     Se esfumó y me quedé pensando: “¿Cómo ir allá?”
     Pasaron los días y mi preocupación creció como una montaña de humo. Pensaba en el Duende; pero no me atrevía a ir porque mi tía seguía molesta conmigo.
     Un buen día llamaron por teléfono para decir que mi primo Migue estaba enfermo y había que ir allá, pero mi egoísmo era evidente y me alegré, sin pensar en las consecuencias de la enfermedad, solo planeaba revisar la casa y encontrar al Duende.
     Por la noche fuimos, visité a Migue y después revisé con los ojos; no pude encontrar dónde mi tía había colocado su nueva maceta.
     Salí del cuarto detrás de tía y mamá, enseguida descubrí mi amada planta; estaba sobre un multimueble altísimo para mi estatura; llamé y llamé al Duende hasta la ansiedad y nadie contestó; mi corazón latía fuertemente, y pensar que yo no me había preocupado.
     —¿Y ahora dónde estará? —casi grité.
     La salamandra que vive detrás de la luz fría notó mi excitación:
     —¿No sabes de tu duende, verdad?
     —No, si sabes tú, dime algo de él.
     —Supe, pero salió a los tres días de esta casa. Pensó que estarías muy triste y salió a buscarte; me dijo que tenía que estar contigo.
     No escuché más, salí de aquella casa, no recordé que andaba con mi mamá, sólo pensaba en el riesgo que él corría por las calles de una ciudad tan grande y oscura.
     Caminé toda la noche buscando con la vista aguzada cuanta malanguilla había en los portales. También me sentía asustado, pues las luminarias estaban apagadas y pensé: “Este es el castigo a tanto egoísmo”.
     Casi al amanecer llegué a un portal con una jardinera grande y una malanguilla exuberante; busqué y rebusqué ente las hojas y allí, extenuado, casi muerto, estaba él. Lo tomé como un muñeco, lo coloqué debajo de mi camisa, y en el centro del pecho sentí que aún respiraba.
     Salí corriendo con mi amigo; solo pensaba en salvarlo; pero el problema no había terminado todavía. ¿Cómo llegar a casa? Esperar los reproches de mi mamá y el castigo seguro de papá.
     Me armé de valor y toqué a la puerta; pero antes miré dentro de mi camisa y mi Duende me dedicó una amplia sonrisa.
     Ya estaba la puerta abierta y mis padres en ella; mamá corrió a abrazarme; a papá no le di tiempo. Entré como un bólido y coloqué al Duende en otra malaguilla.
     Regresé del patio y solo dije:
     —Es solo mi Duende.
     Mi madre apretó los labios y abrió los ojos como nunca. ¿Y con mi padre? Bueno… ya podrán imaginar.