Por Juan Andréu Monteagudo


Cierto día un hombre caminaba por el bosque y encontró un polluelo de águila. Al verlo desprotegido decidió llevárselo a su casa y lo puso en un gallinero. Estando allí, el polluelo aprendió a comer la misma comida que las gallinas y a conducirse como ellas. Un día, un hombre experto en zoología pasó por allí y le preguntó al propietario del gallinero, que por qué tenía un águila encerrada en el corral.
—Como le he dado la misma comida y siempre ha estado entre las gallinas, nunca ha aprendido a volar —respondió el propietario—. Se comporta como ellas, así que ya no es un águila, sino una gallina más.
Sin embargo, insistió el zoólogo:
—Es un águila y tiene instinto de volar, y con toda seguridad, se le puede enseñar a hacerlo. El zoólogo tomó en sus brazos suavemente al águila, y le dijo:
—Tú perteneces al cielo, no a la tierra, no eres gallina. Abre tus alas y vuela.
El águila, sin embargo, estaba confundida y al ver que las gallinas comían, saltó y se reunió con ellas nuevamente. Al día siguiente el zoólogo llevó el águila al tejado de la casa y la animó, diciéndole de nuevo:

—Eres un águila, abre las alas y vuela.
Pero el águila saltó una vez más en busca de la comida de las gallinas. El zoólogo se levantó temprano al tercer día y sacó al águila del corral y la llevó a una montaña. La elevó directamente hacia el sol. El águila empezó a temblar, a abrir lentamente las alas y, finalmente, con un chillido triunfante, voló, alejándose en el cielo.