Por Elsie Carbó


Ahora que están perdidas, no puedo evitarlo. Los recuerdos nunca caerán al suelo. Siempre que veo una mata de naranjas pienso en los naranjales de mi casa. De la pequeña finca, amada y entrañable, conocida en el pueblo como la quinta de Carbó,  más o menos una caballería y tres cuartos de tierras dedicadas a cultivar variedades  de  cítricos, lo que vendrían a ser en las medidas actuales unos 33 acres y un poco más, sembradas de una variedad que mi padre llamó Valencia Temprana, porque brillaba bajo el sol como bañada en oro por las tardes, o si lo prefieres, 134,202,38 m² de Valencia Tardía, otra variedad pero que venía sin semillas y con el jugo más dulce del mundo, injertadas con yemas rutilantes para cambiarles la función reproductiva, como esas vacas que inseminan para que den más leche o carne, según el comerciante que las elija.

    Eran en definitiva 38,6374 hectáreas de tierra fértil y bien abonada que se recorrían en una mañana de agosto cualquiera, lo mismo cazando mariposas o algún que otro gusano para darle de comer a los pichones de palomas que solían caerse de los nidos. Pero sin importar héctómetros o medidas, eran muchas las naranjas que en tiempos de cosechas llenaban hasta el moño los camiones de la comarca para abastecer Manicaragua, Barajagua, Lagunillas, Caonao y a veces hasta Cienfuegos, pasando por Arimao o Las Brisas.
     Me gustaba verlos bajar la loma desde el centenario portal de la familia, techado de tejas rojas como un manto escarlata entre el luminoso verdor de los tamarindos. Había otros cultivos, menos exitosos, pero adorados para mi gusto escolar, mangos jobos, chinos, mamey, la manguita blanca y la roja azucarada que solo la pica el bicho en el día de San Juan, justo cuando llegan los totíes, que no siempre tienen la culpa de la maldad del universo.
     Con la biblioteca y los libros sobre el cultivo de cítricos, y los métodos sobre cómo injertar, así como las herramientas para hacerlo y un cúmulo de cajas con paquetes de rafias, que eran unas fibras de una especie tropical de palma de África y América,  importadas, o yemas vírgenes en congelación no pasó nada, ni se las llevaron, ni le hicieron caso, se quedaron ahí para siempre, estancadas, rígidas, sin la menor compasión, pero eran solo eso, una distracción, solo solían servir para mortificar a las matas, y cambiarles su destino, y en esos momentos cruciales del país a nadie le importaba la magia que lograba la tierra, ni los imberbes  avances científico técnicos aplicados en una mandarina con una yema de limón.
     Al llegar del colegio me enteré. No podía tocar más una naranja, ni andar mataperreando a caballo por los potreros, ya no nos pertenecían ni los trillos, ni las rabiches, ni las naranjas, ni los mangos ni los mameyes. Todo estaba intervenido. Esa tierra, o sea, la caballería y algo más de tres cuartos de finca ahora eran del estado supremo. Supongo que con las naranjas todo lentamente fue languideciendo, no fue su culpa tampoco, por supuesto, es que solo podrían dárselas a quienes las necesitaran, si venían con un autorizo firmado del gobierno.
     De aquellas naranjas, amigos, tengo un vago e inexplicable sentimiento infantil.