Por Julio Crespo

 

Hace un buen rato que camino, camino, camino, y aunque no esté cansado, me aburre bastante no encontrar a alguien… Pero no hago más que sentir el deseo de tener con quién conversar para que, al momento, la vea a pocos metros. Anda sin demasiada prisa, aunque sin detener su paso, que es la mejor forma para adelantar. Lo primero que distingo es su caperuza, envuelta en el polvo de un recodo del camino. A pesar del polvo, puedo descubrir el llamativo rojo de la caperuza. Inmediatamente pienso en que pudiera ser ella… me gustaría que fuera ella… me pondría muy contento si fuera, nada más y nada menos que Caperucita Roja. Y resulta que sí lo es. En su mano derecha lleva una jaba de nailon; en la izquierda, una de tela. ¿Será posible que todavía le esté llevando buñuelos, panecillos y frituras a su abuela? Siento deseos de preguntárselo, pero estoy cohibido. Entonces ella me saca de la duda:
     —Aquí llevo frituras y empanadas a mi abuela.
     Le gustan tanto, que no puedo dejar de hacerlo. Ella para mí representa mucho y me complace darle esos gustos.
     —¿Y eso no le produce desarreglos estomacales a tu abuela? Lo digo porque ella debe tener ya unos cuantos años.
     —Efectivamente, tiene ya unos cuantos años, aunque por suerte también tiene —como dice mi mamá—un estómago de hierro… De todos modos, tratamos de no usar demasiados condimentos ni grasas en sus comidas.

     Cuando descubre el trillo que la llevará hasta casa de su abuela, se despide antes de apartarse:
     —Aquí nos separamos. Ha sido un placer su compañía.
     —Para mí ha sido, además de un placer, una lección —le respondo.
     —¿Una lección… de qué podría darle lecciones? —pregunta extrañada.
     —Una lección de fidelidad y amor hacia quien hizo mucho por ti en otros tiempos —le respondo, y ruborizada, añade algo: 
     —Gracias, que le vaya bien.
     Y su figura se va alejando por el trillo. La caperuza roja se mueve al compás de su andar. Primero dejo de ver los pies; instantes después, solo puedo distinguirla de la cintura para arriba; por último, su caperuza se va diciendo adiós durante mucho rato.
     Todavía hoy recuerdo a la niña, a su caperuza roja e imagino la alegría de su abuela al verla acercarse por el trillo que va hacia su casa y en el rostro de la nieta adivino su satisfacción por no perder nunca su camino, el camino a casa de su abuelita, el camino de los cuentos…

 

Tomado de ¿Cuánto cuestan los abuelos? Editorial Almargen, Editorial Cauce. UNEAC, Pinar del Río, 2012.