Por Mario Vargas Llosa

 

Antes que nada, Don Quijote de la Mancha, la inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de La Mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras. Lo anima un designio enloquecido: resucitar el tiempo eclipsado siglos atrás (y que, por lo demás, nunca existió) de los caballeros andantes, que recorrían el mundo socorriendo a los débiles, “desfaciendo entuertos” y haciendo reinar una justicia para los seres del común que de otro modo éstos jamás alcanzarían, del que se ha impregnado leyendo las novelas de caballerías, a las que él atribuye la veracidad de escrupulosos libros de historia. Este ideal es imposible de alcanzar porque todo en la realidad en la que vive el Quijote lo desmiente: ya no hay caballeros andantes, ya nadie profesa las ideas ni respeta los valores que movían a aquellos, ni la guerra es ya un asunto de desafíos individuales en los que, ceñidos a un puntilloso ritual, dos caballeros dirimen fuerzas.

Ahora, como se lamenta con melancolía el propio don Quijote en su discurso sobre las Armas y las Letras, la guerra no la deciden las espadas y las lanzas, es decir, el coraje y la pericia del individuo, sino el tronar de los cañones y la pólvora, una artillería que, en el estruendo de las matanzas que provoca, ha volatilizado aquellos códigos del honor individual y las proezas de los héroes que forjaron las siluetas míticas de un Amadís de Gaula, de un Tirante el Blanco y de un Tristán de Leonís.
     ¿Significa esto que Don Quijote de la Mancha es un libro pasadista, que la locura de Alonso Quijano nace de la desesperada nostalgia de un mundo que se fue, de un rechazo visceral de la modernidad y el progreso? Eso sería cierto si el mundo que el Quijote añora y se empeña en resucitar hubiera alguna vez formado parte de la historia. En verdad, sólo existió en la imaginación, en las leyendas y las utopías que fraguaron los seres humanos para huir de algún modo de la inseguridad y el salvajismo en que vivían y para encontrar refugio en una sociedad de orden, de honor, de principios, de justicieros y redentores civiles, que los desagraviara de las violencias y sufrimientos que constituían la vida verdadera para los hombres y las mujeres del Medioevo.
     La literatura caballeresca que hace perder los sesos al Quijote, esta es una expresión que hay que tomar en un sentido metafórico más que literal, no es «realista», porque las delirantes proezas de sus paladines no reflejan una realidad vivida. Pero ella es una respuesta genuina, fantasiosa, cargada de ilusiones y anhelos y, sobre todo, de rechazo, a un mundo muy real en el que ocurría exactamente lo opuesto a ese quehacer ceremonioso y elegante, a esa representación en la que siempre triunfaba la justicia, y el delito y el mal merecían castigo y sanciones, en el que vivían, sumidos en la zozobra y la desesperación, quienes leían (o escuchaban leer en las tabernas y en las plazas) ávidamente las novelas de caballerías.
     Así, el sueño que convierte a Alonso Quijano en don Quijote de la Mancha no consiste en reactualizar el pasado, sino en algo todavía mucho más ambicioso: realizar el mito, transformar la ficción en historia viva.
     Este empeño, que parece un puro y simple dislate a quienes rodean a Alonso Quijano, y sobre todo a sus amigos y conocidos de su anónima aldea —el cura, el barbero Nicolás, el ama y su sobrina, el bachiller Sansón Carrasco—, va, sin embargo, poco a poco, en el transcurso de la novela, infiltrándose en la realidad, se diría que debido a la fanática convicción con la que el CabaIlero de la Triste Figura lo impone a su alrededor, sin arredrarlo en absoluto las palizas y los golpes y las desventuras que por ello recibe por doquier. En su espléndida interpretación de la novela, Martín de Riquer insiste en que, de principio a fin de su larga peripecia, don Quijote no cambia, se repite una y otra vez, sin que vacile nunca su certeza de que son los encantadores los que trastocan la realidad para que él parezca equivocarse cuando ataca molinos de viento, odres de vino, carneros o peregrinos creyéndolos gigantes o enemigos. Eso es, sin duda, cierto.
     Pero, aunque el Quijote no cambia, encarcelado como está en su rígida visión caballeresca del mundo, lo que sí va cambiando es su entorno, las personas que lo circundan y la propia realidad que, como contagiada de su poderosa locura, se va desrealizando poco a poco hasta —como en un cuento borgiano— convertirse en ficción. Este es uno de los aspectos más sutiles y también más modernos de la gran novela cervantina.