Por María R. Martínez

             

         Conozco una amapola
         que está alto, alto, alto
          y tú eres un patico
          chiquito y nada más.

                  Rastelli


Le regalaba a mi niña
El Canto de la Amapola
y gobernaba al sillón
como a un barco por las olas.

Nadando en un mar de sala
quería quitarse la ropa
para amarrar los adornos,
como si fuera la soga,
en el muelle de un recuerdo,
con sus dos manos hermosas.


“Repite el canto, mamá”.
Con un micrófono-escoba
que me acercaba a los labios,
me pedía la muy loca;
porque en su ir y venir
se escaparon las estrofas
y no se pudo enterar
si la flor se quedó sola.

Quiso saber si el patico
pudo llegar a la roca
entre los juncos muy altos
que alimentaban su sombra,
y subiéndose a la nave
de mis piernas, se acomoda
para remar en las aguas
donde sus sueños asoman.

¡Al fin se quedó dormida!
en la escena de sus bromas,
y al poner sobre la almohada
su cabeza, se incorpora;
abre los ojos y dice:
“¿Y el patico y la amapola?”