Por Wystan Hugh Auden

        Todos poseen un límite: cada uno

        Tiene un matiz de daño muy distinto. La élite

        Es capaz de arreglarse por sí misma,

        Caminar apoyada en un bastón,

        Leer completo un libro, interpretar

        Movimientos de fáciles sonatas.

        (Pero acaso la libertad carnal

        Es el veneno del espíritu:

        Conscientes de lo que ha sucedido y el porqué

        Abominan su tristeza sin lágrimas.)

        Luego vienen los de silla de ruedas, el promedio

        Que soporta la tele

        Y guiado por amables terapeutas

        Canta en comunidad.

        Después los solitarios que musitan

        Palabras en el limbo, y al final

        Los que ya son del todo incompetentes

        Y como una parodia de las plantas

        (Ellas pueden sudar sin ensuciarse).

        No obstante, hay algo que los une:

        Todos aparecieron cuando el mundo,

        A pesar de sus males,

        Era más habitable y más vistoso

        Y los viejos tenían auditorio

        Y un lugar en la tierra.

        (El niño reprendido por su madre

        Podía refugiarse con la abuela para ser consolado

        Y escuchar algún cuento.)

        Hoy ya todos sabemos qué esperar,

        Mas su generación es la primera

        Que se ha desvanecido de este modo:

        No en casa sino asignada a un pabellón, arrojada

        Como se arrumban fardos indeseables.

        Mientras voy en el Metro para estar

        Media hora con una del asilo,

        Recuerdo quién fue ella en su esplendor.

        Entonces visitarla era un orgullo

        Y no una caridad.

        ¿Seré tan frío como para esperar

        Un somnífero rápido, indoloro;

        O bien para rogar, como ella ruega,

        Que Dios o la naturaleza precipiten

        Su función terrenal?

       

       

        Funeral blues

        Paren todos los relojes, descuelguen el teléfono,

        Eviten que el perro ladre dándole un hueso jugoso,

        Silencien los pianos, y con un apagado timbal,

        Saquen el ataúd, dejen pasar a los deudos.

        Que los aviones nos sobrevuelen en círculos luctuosos

        garabateando en el cielo el mensaje Él ha muerto,

        Pongan un crespón alrededor de los cuellos blancos de las palomas,

        Que los policías de tráfico usen guantes negros de algodón.

        Él era mi Norte, mi Sur, mi Este y mi Oeste,

        Mi semana de trabajo y mi descanso dominical,

        Mi mediodía, mi medianoche, mi palabra, mi canción;

        Creí que el amor sería eterno, pero me equivoqué.

        Ya no deseo las estrellas: apáguenlas todas;

        Llévense la luna y desmantelen el sol;

        Vacíen el océano y talen los bosques,

        Porque ya nada puede volver a ser como antes.

        La historia de la verdad

        En aquellos tiempos en que ser era creer,

        la Verdad era el súmmum de muchos creíbles,

        más previa, más perpetua, que un león con alas de murciélago,

        un perro con cola de pez o un pez con cabeza de águila,

        en absoluto como los mortales, en tela de juicio por sus muertes.

        La Verdad era su modelo mientras se afanaban en construir

        un mundo de objetos perdurables en los que creer,

        sin creer que la loza de barro y la leyenda,

        el pórtico y la canción, eran veraces o embusteros:

        la Verdad ya existía para ser cierta.

        Esto ahora que, práctica como los platos de cartón,

        la Verdad es convertible en kilovatios,

        lo último por lo que nos regimos es un antimodelo,

        alguna falsedad que cualquiera puede desmentir,

        una nada en cuya existencia nadie tiene por qué creer.

         

                                                                                                             

        La ley como el amor

        La Ley, dicen los jardineros, es el sol,

        la Ley es aquello

        que todos los jardineros obedecen

        mañana, ayer, hoy.

        La Leyes la sabiduría de los viejos,

        rezongan lánguidos los abuelos impotentes;

        los nietos sacan una lengua atiplada,

        la Ley es la razón de la juventud.

        La Ley, dice el sacerdote con mirada piadosa,

        explicándose ante una congregación impía,

        la Leyes las palabras en mi piadoso libro,

        la Ley es mi púlpito y mi campanario.

        La Ley, dice el juez con su mirada de menosprecio,

        hablando con claridad y suma dureza,

        la Ley es como ya os dije,

        la Ley es como, supongo, sabéis es

        la Ley, pero dejadme que os lo explique otra vez,

        la Ley es La Ley.

        Sin embargo, los eruditos cumplidores de la ley escriben:

        la Ley no acierta ni se equivoca,

        la Ley no es más que crímenes

        castigados por lugares y épocas,

        la Ley es la ropa que llevan los hombres

        en cualquier momento, en cualquier lugar,

        la ley es Buenos Días y Buenas Noches.

        Otros dicen, la Ley es nuestro Destino;

        otros dicen, la Leyes nuestro Estado;

        otros dicen, otros dicen

        la Ley ya no existe,

        la Ley ha desaparecido.

        Y siempre la muchedumbre furiosa y vociferante,

        muy furiosa y muy vociferante,

        la Ley somos nosotros,

        y siempre el débil idiota débilmente Yo.

        Si nosotros, cariño, sabemos que no sabemos más

        que ellos sobre la Ley,

        si yo no sé más que tú

        qué deberíamos y no deberíamos hacer

        salvo que todos aceptamos

        de buen grado o por fuerza

        que la Ley es

        y que todos lo sabemos,

        si por tanto pensando que es absurdo

        identificar la Ley con otra palabra,

        a diferencia de tantos hombres

        no puedo decir que la Ley es otra vez,

        no más que ellos podemos sofocar

        el deseo universal de descubrir

        o zafarnos de nuestra propia situación

        hacia una condición indiferente.

        Aunque al menos puedo limitar

        tu vanidad y la mía

        a expresar tímidamente

        una tímida similitud,

        alardearemos de todos modos:

        como el amor, digo yo.

        Como el amor que no sabemos dónde o por qué,

        como el amor que no podemos imponer ni abandonar,

        como el amor que a menudo lloramos,

        como el amor que rara vez conservamos.

                   

                                                                        

        Otro tiempo

        Para nosotros como cualquier otro fugitivo,

        como las innumerables flores que no pueden enumerar

        y todas las bestias que no necesitan recordar,

        es hoy donde vivimos.

        Muchos intentan decir Ahora No,

        muchos han olvidado cómo

        decir Yo Soy, y se

        perderían, si pudieran, en la historia.

        Se inclinan, por ejemplo, con esa elegancia del viejo mundo,

        ante una bandera adecuada en un lugar como es debido;

        mascullan cual ancianos mientras suben renqueando

        sobre lo Mío y lo Suyo y lo Nuestro y lo de Ellos.

        Como si el tiempo fuera lo que solían desear

        cuando aún estaba dotado de posesión,

        como si anduvieran errados

        al no desear seguir formando parte.

        No es de extrañar, pues, que tantos mueran de pena,

        que tantos estén tan solos al morir;

        nadie ha creído aún ni apreciado una mentira:

        Otro tiempo tiene otras vidas que vivir.