Por Celina Arreaza

 

Mirando mi destino sobre mi puente, doy fin a la tregua para asumir mi rumbo signado por el mar. Transito por el muelle de embarcaciones desolado. Cangrejos aferrados a la tierra, de espaldas al paisaje predecible que sucede del mismo color y con la misma forma. Me entrego seducida por la luna que se asoma plena como una isla sobre el mar, bailo a su ritmo;

me embriago con su luz, zarpo de nuevo, pero esta vez, con mi pasión como amuleto, no quiero virarme por miedo a volver donde la tristeza crece sin asombro. De prisa entierro la idea de la rutina en la arena de mi memoria para disfrutar por el océano de mi plena libertad. A lo lejos me despido del vacío con la estela de espuma removida detrás de la embarcación.

 Desde lo profundo donde lo oscuro crece, me atacan los mostros que ignoré en la ciudad que fui, estoy a punto del naufragio, pero mi intuición toma el timón y me enfrento a las fieras. Luego de una acérrima batalla, resulto invulnerable a sus llamados; es decir, a las voces que no son otras que mis propias voces, ganadas por el agua y la sal de mi silencio.

 La luz del faro me anuncia la proximidad de un puerto, mi afán se extiende en horizonte infinito; no obstante, al arribar y luego de lanzar el ancla y amarrar la barca, entiendo por qué dicen que la Tierra es redonda y gira sobre su propio eje.

7 de junio 2020