Por Kevin Soto

                                                                           
—Buenas tardes, ¿usted es Fabio?
     —Sí. ¿En qué puedo ayudarle?
     —Mi nombre es Victoria. Ramón, su jefe, me habló de usted. He venido a verlo por lo del gigante.
     Siempre lo había visto. A cualquier hora y desde cualquier lugar de la ciudad, veía a aquel gigante imponente y misterioso. A pesar que en algún momento a Fabio le asaltaron dudas sobre cómo lucía su rostro —pues siempre lo encontraba con los pies sumergidos en el mar parado de espaldas a la ciudad—, cuánto medía exactamente o si estaba ahí para amenazar o proteger, nunca en su vida preguntó. La presencia del gigante en la realidad era tan fuerte como la del mismo sol. Hacer una pregunta sobre él era como cuestionarse el sentido de la vida o cuán vasto es el universo, ese tipo de preguntas que en algún momento asalta a casi todo ser humano para luego, con el tiempo y la rutina, desvanecerse en la conciencia.

     Un día Fabio se levantó como de costumbre bien temprano para ir al trabajo. Abrió las cortinas de la ventana de su habitación. Vio los autos, las personas y toda la ciudad, pero no lo vio. Un tanto escéptico se restregó los ojos con los puños; pero el gigante no apareció en su campo visual. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Se había cansado el gigante? ¿Era acaso el comienzo de una catástrofe? Muchas dudas asaltaron a Fabio en ese momento. Entonces rápidamente encendió el televisor, tal vez en las noticias decían algo. Pero nada, lo mismo de siempre. Fabio tomó el desayuno pensando en la desaparición del gigante.
     Nadie parecía sorprendido o preocupado. Todo seguía igual. Era como si el gigante nunca hubiera existido. Eso preocupaba aún más a Fabio, quien trabajaba maquinalmente y, de vez en vez, intentaba en vano buscarlo a través de alguna ventana. A la hora de almuerzo, probó suerte y le comentó a uno de sus compañeros de trabajo:
     —¿Viste? Desapareció el gigante. ¿Qué habrá sucedido?
     Pero el hombre ni lo miró. Aparentaba ignorar hasta la presencia de Fabio.
     —Así que todos lo ignoran cuando dice algo sobre el gigante —dijo Victoria tras reclinarse en la butaca.
     —Pues sí. Por suerte usted ha venido hasta mi casa y me ha mostrado la misma preocupación que yo tengo sobre el asunto. De lo contrario, llegaría a pensar que…
     —¿Que está loco? No se preocupe, Fabio. Yo también pensaba lo mismo sobre mí. Como soy tan curiosa, un día no me aguanté y le pregunté a mi padre cuánto medía el gigante. Mi padre me miró, frunció el ceño como si hubiera oído algún disparate y me ignoró. Cada vez que le preguntaba algo a alguien sobre el gigante, nunca recibía respuesta. Poco a poco me convencía de que estaba perdiendo la razón. Hasta que un buen día tocó a mi puerta el señor Forte y me habló sobre la importancia del gigante para el bienestar de los ciudadanos.
     —¿Cuáles son los beneficios del gigante para los ciudadanos? Y si tan bueno es, ¿por qué la gente actúa así cada vez que se intenta hablar sobre él? —preguntó Fabio lleno de dudas y sintiéndose más seguro de sus pensamientos.
     —De esos temas hablaremos en otro momento. Ahora lo que importa es recuperar la presencia del gigante por el bien de nuestra existencia. Por eso he venido hasta acá. —De su bolso sacó una tarjeta y se la entregó a Fabio—. Preséntese mañana a las dos de la tarde en esta dirección. Usted nos puede ayudar. Además, así conocerá mejor nuestro trabajo.
     —Buenas, usted está aquí por lo del gigante, ¿no? —dijo Fabio al llegar a la dirección indicada en la tarjeta.
     —Sí —respondió el otro con un aire de desconfianza.
     La sala era enorme. Una larga fila terminaba en una taquilla donde, atendidos por una afable joven, todos rellenaban unos formularios y luego eran conducidos a través de una puerta a la derecha de la muchacha. Llegó el turno de Fabio, quien, al igual que todos los anteriores, rellenó los formularios con relativa rapidez. Al traspasar la puerta, se encontró con un parqueo inmenso. Lo montaron en uno de los camiones estacionados. Algunos de los que estaban a bordo parecían inquietos, hacían muchas preguntas y deseaban marcharse; pero unos guardias impedían cualquier intento de escape. A Fabio le incomodó eso.
     Los camiones llegaron a un muelle. Nuevamente, Fabio y los demás formaron una fila. Esta terminaba en una escalerilla para subir a un barco que, en un costado de la proa, tenía tatuado un letrero que decía: Flete del hospital psiquiátrico “La Esperanza”. Unos lloraban y la mayoría intentaba escapar a la vez que gritaban al viento que no estaban locos, que el gigante era real, que todos ellos lo habían visto. Pero los guardias impedían cualquier escapatoria.
     Sin más remedio que resignarse a ese destino, subieron al barco. Una vez todos a bordo, el flete levó anclas y partió hacia “La Esperanza”. La tierra firme se iba haciendo pequeña. Fabio y los demás pasajeros ya lo volvían a ver. El gigante estaba sentado sobre la ciudad.


Con esta narración el autor obtuvo Premio Colateral Efemond en la modalidad de Cuento para niños, en el Concurso Nacional “Benigno Vázquez” 2022, auspiciado por la Casa de Cultura de Los Arabos, Matanzas, Cuba.