Por Elizabeth Álvarez

 

El Papalote volaba señorial compitiendo con las nubes, sintiéndose orgulloso de alcanzar aquella altura. Los pájaros al pasar por su lado comentaban:

—¡Que gran Papalote! Con esos colores parece un arcoíris.

Y al oír aquellos elogios; zigzagueaba, hacía cabriolas como un chivito alegre.

Más abajo la Chiringa, culebreaba constantemente, realizaba sus maniobras como una locuela...

  El niño que empinaba el Papalote decía al de la Chiringa:

—Mi papalote es lindo, pero tu chiringa es muy graciosa, parece que baila un vals en honor a los pájaros.

Los niños eran amigos y no sabían lo que sucedía arriba:

—¿No te da vergüenza estar volando bajo mis pies?  Ya has oído, me han dicho arcoíris —habló el Papalote.

—Es verdad, eres hermoso, fuerte y además, vuelas muy alto, pero yo me siento bien así, mi dueño es feliz conmigo, me lo ha dicho esta mañana.

—Ja, ja, ja, él dice eso, pero seguramente desea tener un papalote como yo.

La Chiringa ya no voló con tanta gracia.

—Ya no seré capaz de divertir al niño, eso sí me hace infeliz.

El Papalote orgulloso se alzaba cada vez más y gritaba:

—Llegaré a las nubes, soy poderoso. Ven chiringa alcánzame.

En ese momento pasó una paloma blanca con su hijo color chocolate, volaron muy cerca de la chiringa y el pichón grito:

—Mira, mama Paloma, esa chiringuita se parece a ti; qué linda…

La Chiringa oyó aquellas palabras; y fue tal su felicidad, que voló con la alegría de siempre y alzó el vuelo hasta el papalote; este inclinó los párpados y empezó a descender, mientras su dueño abajo comentaba:

—Es realmente hermosa y alegre mi chiringa, no la cambiaría por ningún papalote del mundo.