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Autor anónimo
Mañanita de San Juan,
mañanita de primor,
cuando las damas galanes
van a oír misa mayor.
Allá va la mi señora,
entre todas la mejor;
viste saya sobre saya,
mantellín de tornasol,
camisa con oro y perlas
bordada con cabezón.
En la su boca muy linda
lleva un poco de dulzor;
en la su cara tan blanca
un poquito de arrebol,
y en sus ojuelos garzos
lleva un poco de alcohol;
así entraba por la iglesia
relumbrando como sol.
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Por Emilio Toledo
En la azotea del edificio, abre la puerta Juan (hombre, 36 años, vestido casual), con una cobija y un banco de madera. Coloca el banco y se sienta. La cobija se la extiende en los hombros, y mira al frente, como si estuviera viendo una fogata. Extiende las manos en el fuego imaginario y estira los dedos para calentarlos. Se frota las manos porque siguen frías. Alrededor suyo, sólo hay tendederos, tinacos, cables y algunas macetas.
Juan
Debí traer bombones. O salchichas. No pensé en eso.
Juan (mirando hacia arriba.)
Las estrellas…
Llega Zaira (mujer, 40 años, ropa fashion, con unos tragos encima). Se saludan. Zaira va por una silla jardinera que está cerca y la acomoda a un lado del banco de Juan.
Zaira
Te debí hacer caso y no ir a la fiesta. Ver a Miguel no me hizo sentir mejor. Ya anda con otra, y se le ve feliz. ¿Por qué los hombres son así?
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Por María Herrera
Murmurando espinas
dormita fatigado
el gélido sol
que cubre la vida;
la mirada del destino
sangra
naturaleza muerta.
Soplan los pulmones, resignándose
al silencio que, fúnebre,
invade de horror los fantasmas
del futuro y
los caduca de pasado.
Yace insomne la cordura,
y es la locura,
que habita
en un poema sin nombre.
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Por Francisco Quevedo
Miré los muros de la patria mía
si un tiempo fuertes, ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.
Salime al campo, vi que el sol
bebía los arroyos del hielo desatados
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó la luz al día.
Entré en mi casa, vi que amancillada
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.
Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en qué poner los ojos
que no fuera un presagio de la muerte.
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Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita, suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes». La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: «Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas»; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al espejo.
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Por Teófilo Guerrero
Estaba subiendo por la rampa cuando sintió que ya no podía con el peso, y tuvo que parar un segundo para tomar aire y seguir, empujando con las ganas antes que con los músculos, ya tiesos y adoloridos. Y llegó. Puso las cuatro cajas sobre la plataforma del torton y se sintió liberado.
El mercado sudaba bullicio, palabrotas, palabritas, palabrería y palabras que se intercambiaban como pesos y centavos. Escuchó su nombre cuando el olor a tacos y a jugo de naranja le avisó que no había desayunado, y ya eran las 11:30.
—Mingo.
Volteó a ver al patrón, traía una libreta vieja, y se le hizo agua la boca cuando pensó en el dinero.
—¿Te avientas veinte costales de papa?
La cara de Mingo cambió, tenía hambre, y veinte costales de papa, desde la bodega, lo alejaban de un desayuno más o menos decente y a un horario todavía más decente.
—¿Nomás veinte, patrón?
—Simón, y te doy otros cincuenta varos.
Calculó el tiempo y el hambre, y no le salían las cuentas. Volteó a ver a su patrón para negarse amablemente cuando alcanzó a ver a su hijo viendo fijamente el puesto de tacos. Regresó la mirada y asintió con la cabeza aceptando la misión.
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Por Jorge Gaitán
Desnudos afrentamos el cuerpo
como dos ángeles equivocados,
como dos soles rojos en un bosque oscuro,
como dos vampiros al alzarse el día.
Labios que buscan la joya del instante entre dos muslos,
boca que busca la boca, estatuas erguidas
que en la piedra inventan el beso
solo para que un relámpago de sangres juntas
cruce la invencible muerte que nos llama.
De pie como perezosos árboles en el estío,
sentados como dioses ebrios
para que me abrasen en el polvo tus dos astros,
sentados como guerreros de dos patrias que el alba separa,
en tu cuerpo soy el incendio del ser.
De: Amantes (1959).
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A Pepe lo considero un amigo, un amigo más sabio que yo, de quien aprendí algo que me ha sido muy útil en la vida: el arte de la efusividad. Como mexicano introvertido, a veces confundo la discreción con la sequedad. Pepe, de una región donde saben bailar mucho más y mejor que nosotros, me enseñó, sin decírmelo y sin saber que me lo enseñaba, que la efusividad no es el exceso apasionado de las promesas incumplidas sino el gesto de la atención consciente y empática a la otredad, premisa fundamental del quehacer artístico y sobre todo humano.
Pero no voy a hablar aquí de la personalidad de mi amigo Pepe, sino del escritor Sánchez, a quien llamaré de esta forma, por su apellido, aunque sean el mismo, y de sus versos, que juzgaré como si no conociera al autor, para no comprometer mi neutralidad.
Diré que sus versos, en efecto, mantienen esa pasión, ese arrojo, pero mezclado siempre con un aura de misterio, casi de la autocontención que es natural de quien va al límite de una sensibilidad maravillosa y se encuentra abismos emocionales, mitologías ancestrales y reflexiones que superan los límites de una realidad social menos poética, el desarrollo de una mentalidad que no es eurocéntrica pero tampoco desprecia los orígenes griegos de la literatura, que sí es latinoamericana en su esencia pero tampoco lo vuelve una bandera política ni se esconde detrás de una causa momentánea.
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Su carro se deslizaba por la colina, en una mañana de emociones. Miró su reloj. Faltaba mucho tiempo para la hora de entrada a su trabajo, normalmente hacía quince minutos de trayecto. El corazón de Susana latía aprisa, sabía muy bien que ahora con tantos fraccionamientos que rodeaban al suyo los autos se habían multiplicado y las vías para transitar eran insuficientes, por lo que tardaba una hora y diez minutos para arribar a sus labores. Caía seguido en baches que arruinaban su auto. Tenía muchos minutos para reflexionar acerca de las ciudades y el mundo actual. Sus pies tocaban el embrague y freno, el avance era mínimo, lo que le permitía observar por el espejo retrovisor los rostros de las personas que iban a ambos lados y detrás de ella; las expresiones de las personas casi eran las mismas, parejas sin hablarse en kilómetros, cada uno en su mundo y distantes como dos perfectos extraños, hastiados de la vida o de su relación: las había con el rictus de enojados con la pareja o con los hijos. En especial, dos rostros le llamaron profundamente la atención: un padre con una expresión demasiado adusta que ignoraba a su hijo adolescente que, a la vez, hacía notables esfuerzos por ausentarse virtualmente del auto, demostrando su aversión al padre.
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Sin saber por qué, despertó sobresaltado. Un acre olor a violeta y a formaldehído venía, robusto y ancho, desde la otra habitación a confundirse con el aroma de flores recién abiertas que mandaba el jardín amaneciente. Trató de serenarse, de recobrar ese ánimo que bruscamente había perdido en el sueño. Debía de ser ya la madrugada porque afuera, en el huerto, había empezado a cantar el chorro entre las legumbres y el cielo era azul por la ventana abierta. Repasó la sombría habitación tratando de explicarse aquel despertar brusco, inesperado. Tenía la impresión, la certidumbre física de que alguien había entrado mientras él dormía. Sin embargo estaba solo, y la puerta, cerrada por dentro, no daba muestra alguna de violencia. Sobre el aire de la ventana despertaba un lucero. Quedó quieto un momento como tratando de aflojar la tensión nerviosa que lo había empujado hacia la superficie del sueño, y cerrando los ojos, bocarriba, empezó a buscar nuevamente el hilo de la serenidad.
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