Por Jorge Gaitán

 

Desnudos afrentamos el cuerpo
como dos ángeles equivocados,
como dos soles rojos en un bosque oscuro,
como dos vampiros al alzarse el día.
Labios que buscan la joya del instante entre dos muslos,
boca que busca la boca, estatuas erguidas
que en la piedra inventan el beso
solo para que un relámpago de sangres juntas
cruce la invencible muerte que nos llama.
De pie como perezosos árboles en el estío,
sentados como dioses ebrios
para que me abrasen en el polvo tus dos astros,
sentados como guerreros de dos patrias que el alba separa,
en tu cuerpo soy el incendio del ser.

 

De: Amantes (1959).

 

 

  Por Emilio Toledo Moguel

 

A Pepe lo considero un amigo, un amigo más sabio que yo, de quien aprendí algo que me ha sido muy útil en la vida: el arte de la efusividad. Como mexicano introvertido, a veces confundo la discreción con la sequedad. Pepe, de una región donde saben bailar mucho más y mejor que nosotros, me enseñó, sin decírmelo y sin saber que me lo enseñaba, que la efusividad no es el exceso apasionado de las promesas incumplidas sino el gesto de la atención consciente y empática a la otredad, premisa fundamental del quehacer artístico y sobre todo humano.
     Pero no voy a hablar aquí de la personalidad de mi amigo Pepe, sino del escritor Sánchez, a quien llamaré de esta forma, por su apellido, aunque sean el mismo, y de sus versos, que juzgaré como si no conociera al autor, para no comprometer mi neutralidad.
    Diré que sus versos, en efecto, mantienen esa pasión, ese arrojo, pero mezclado siempre con un aura de misterio, casi de la autocontención que es natural de quien va al límite de una sensibilidad maravillosa y se encuentra abismos emocionales, mitologías ancestrales y reflexiones que superan los límites de una realidad social menos poética, el desarrollo de una mentalidad que no es eurocéntrica pero tampoco desprecia los orígenes griegos de la literatura, que sí es latinoamericana en su esencia pero tampoco lo vuelve una bandera política ni se esconde detrás de una causa momentánea.

Por Sylvia Zárate Mancha

 

Su carro se deslizaba por la colina, en una mañana de emociones. Miró su reloj. Faltaba mucho tiempo para la hora de entrada a su trabajo, normalmente hacía quince minutos de trayecto. El corazón de Susana latía aprisa, sabía muy bien que ahora con tantos fraccionamientos que rodeaban al suyo los autos se habían multiplicado y las vías para transitar eran insuficientes, por lo que tardaba una hora y diez minutos para arribar a sus labores. Caía seguido en baches que arruinaban su auto. Tenía muchos minutos para reflexionar acerca de las ciudades y el mundo actual. Sus pies tocaban el embrague y freno, el avance era mínimo, lo que le permitía observar por el espejo retrovisor los rostros de las personas que iban a ambos lados y detrás de ella; las expresiones de las personas casi eran las mismas, parejas sin hablarse en kilómetros, cada uno en su mundo y distantes como dos perfectos extraños, hastiados de la vida o de su relación: las había con el rictus de enojados con la pareja o con los hijos. En especial, dos rostros le llamaron profundamente la atención: un padre con una expresión demasiado adusta que ignoraba a su hijo adolescente que, a la vez, hacía notables esfuerzos por ausentarse virtualmente del auto, demostrando su aversión al padre.

Por Gabriel García Márquez

 

Sin saber por qué, despertó sobresaltado. Un acre olor a violeta y a formaldehído venía, robusto y ancho, desde la otra habitación a confundirse con el aroma de flores recién abiertas que mandaba el jardín amaneciente. Trató de serenarse, de recobrar ese ánimo que bruscamente había perdido en el sueño. Debía de ser ya la madrugada porque afuera, en el huerto, había empezado a cantar el chorro entre las legumbres y el cielo era azul por la ventana abierta. Repasó la sombría habitación tratando de explicarse aquel despertar brusco, inesperado. Tenía la impresión, la certidumbre física de que alguien había entrado mientras él dormía. Sin embargo estaba solo, y la puerta, cerrada por dentro, no daba muestra alguna de violencia. Sobre el aire de la ventana despertaba un lucero. Quedó quieto un momento como tratando de aflojar la tensión nerviosa que lo había empujado hacia la superficie del sueño, y cerrando los ojos, bocarriba, empezó a buscar nuevamente el hilo de la serenidad.

Por María Herrera


Murmurando espinas
dormita fatigado 
el gélido sol
que cubre la vida;
la mirada del destino
sangra
naturaleza muerta.
Soplan los pulmones, resignándose
al silencio que, fúnebre,
invade de horror los fantasmas
del futuro y
los caduca de pasado.
Yace insomne la cordura,
y es la locura, 
que habita
en un poema sin nombre.

Por Lope de Vega

 

Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;

no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;

huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;

creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.

 

 

Por Emilio Toledo

 

En la azotea del edificio, abre la puerta Juan (hombre, 36 años, vestido casual), con una cobija y un banco de madera. Coloca el banco y se sienta. La cobija se la extiende en los hombros, y mira al frente, como si estuviera viendo una fogata. Extiende las manos en el fuego imaginario y estira los dedos para calentarlos. Se frota las manos porque siguen frías. Alrededor suyo, sólo hay tendederos, tinacos, cables y algunas macetas.

Juan

Debí traer bombones. O salchichas. No pensé en eso.

Juan (mirando hacia arriba.)

Las estrellas…

Llega Zaira (mujer, 40 años, ropa fashion, con unos tragos encima). Se saludan. Zaira va por una silla jardinera que está cerca y la acomoda a un lado del banco de Juan.

Zaira

Te debí hacer caso y no ir a la fiesta. Ver a Miguel no me hizo sentir mejor. Ya anda con otra, y se le ve feliz. ¿Por qué los hombres son así?

Por Teófilo Guerrero

 

Estaba subiendo por la rampa cuando sintió que ya no podía con el peso, y tuvo que parar un segundo para tomar aire y seguir, empujando con las ganas antes que con los músculos, ya tiesos y adoloridos. Y llegó. Puso las cuatro cajas sobre la plataforma del torton y se sintió liberado.
El mercado sudaba bullicio, palabrotas, palabritas, palabrería y palabras que se intercambiaban como pesos y centavos. Escuchó su nombre cuando el olor a tacos y a jugo de naranja le avisó que no había desayunado, y ya eran las 11:30. 
     —Mingo.
     Volteó a ver al patrón, traía una libreta vieja, y se le hizo agua la boca cuando pensó en el dinero.
     —¿Te avientas veinte costales de papa? 
     La cara de Mingo cambió, tenía hambre, y veinte costales de papa, desde la bodega, lo alejaban de un desayuno más o menos decente y a un horario todavía más decente.
     —¿Nomás veinte, patrón?
     —Simón, y te doy otros cincuenta varos.
     Calculó el tiempo y el hambre, y no le salían las cuentas. Volteó a ver a su patrón para negarse amablemente cuando alcanzó a ver a su hijo viendo fijamente el puesto de tacos. Regresó la mirada y asintió con la cabeza aceptando la misión.

Por Gabriel García Márquez

 

Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él. Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivas, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que las otras veces había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando la cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba taladrando el momento con su aguda punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad.

Por Gabriel García Márquez

 

Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirándonos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita, suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes». La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: «Temo que alguien sueñe con esta habitación y me revuelva mis cosas»; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado calentando antes de sentarse al espejo.