Por Maritza González

 

Conocí a una niña que adoraba el sol. Lo soñaba atrapado en una jaula de tomeguines, con un espejo como señuelo. También lo imaginaba en la poceta donde juegan los pececitos de colores. Era tan tenaz, que decidió cazarlo para regalárselo a los niños del pueblo que temían al invierno. Ella sabía que los rayos de sol son el mejor abrigo para los pobres.
     Saltando de alegría, tomó el tirapiedras de su hermano Eliobel y subió a lo más alto de la Loma la Pompita. Comenzó a tirarle cuando los gallos dejaron de anunciar la mañana. Tiraba y tiraba tan alto, que algunas piedras quedaron prendidas en las nubes como enormes frutos dorados. Cansada de tanto mirar al cielo, decidió pescarlo en las transparentes aguas del río; allí era más alcanzable. Lanzó el anzuelo una y otra vez, pero las aguas deshacían su redondos contornos.
     Fue entonces cuando se le ocurrió hacer un papalote de lirios, rosas y girasoles. Le colocó una gran cola de cascabeles. Subió sobre las ramas más cercanas a las nubes y, con la paciencia de un gran cazador, echó a volar su papalote musical, que, cascabeleando de este a oeste, subía y subía hasta perderse en el infinito. De repente, un baño dorado cubrió las casas, los niños, los árboles y hasta el mismo río: todo parecía de oro. El sol se había enamorado del mágico papalote y había quedado prendido para siempre en sus pétalos.

     Dicen que cuando llega el invierno, Romelia de los Milagros viaja en su papalote, tocando cascabeles y llevando luz a todo el pueblo. Desde entonces dejo mis ventanas abiertas, porque sé que llegará espantando mi tristeza.