Por Sandra M. Busto

 

El susurro de la brisa marina trajo un día hasta la orilla del mar a un ser tan divino como una hija de la Diosa Isis, de María, Magdalena, Lakshmi, Saraswati, Oshún o Yemayá. No era ente mitológico, sino sencillamente una mujer, y ya por eso a la vez sagrada, impura, perfecta, imperfecta, humana, ángel, hechicera y sobre todas las cosas, ella  misma, dispuesta a defender el derecho se ser y sencillamente existir. Venía vestida de soledad, aunque cubría su cuerpo con un traje típico de ciudad, no adecuado para su actual destino. Por eso, en cada paso dejó caer un trozo de tela, hasta quedarse solo con las flores que recogía a su paso. Traía con ella un equipaje de sueños, los suyos, aquellos por los que había desandado el tiempo.
   Subió un peñasco y, al fin, allí estaba el mar. Se detuvo a observar cómo el horizonte se fundía con el cielo y varios rayos de luz descendían hasta unir los dos azules. Unas saltarinas flamas, que parecían diamantes, brillaban entre las olas. Eran reflejos increíbles que llegaban justo hasta la orilla, como si el mismo sol tendiera su mano para iluminar aquel momento. La luz, que provocaba ese brillo en las olas, hacía que se sintiera bienvenida en el lugar al que llegaba, al que le traían sus pies, que ahora, descalzos, sentían la fina madera del pórtico al que entraba. Sonrió y soltó su pelo al viento, lo dejó libre de la trenza que la acompañó en su viaje, para que el aire lo moviera a su antojo mientras le acariciara el rostro. Esa sensación tan inocente y mágica que tanto le gustaba. Nadie acaricia el rostro como aquella brisa maravillosa que trae susurros. Ninguna mano humana podía tocar tan suavemente su piel y a la vez tan libre, tan agradable.

   Siguió caminando unos metros por el portal de madera, hasta que abrió la puerta y dejó caer sus pertenencias dentro de la morada. Volvió a mirar hacia afuera, la sobrecogía con agrado la vista desde aquella casa encima de la roca. “Por este año será mi hogar”, se dijo, mientras un suspiro se escapaba de su alma. Miró despacio a su alrededor, todo el interior de la residencia era precioso. No había otro lujo que la perfección de la naturaleza que la rodeaba: en la sencillez de la decoración, toda en madera, estaba el encanto.
   Había dejado el sitio que tenía en el mundo para aceptar su destino: encontrarse con ella misma, volver a ser quien había sido desde el inicio de los tiempos. Necesitaba reorientar su brújula hacia el porqué de su existencia, del sentido que tenía para ella vivir en ese momento. Ya había aceptado su despertar espiritual, entendía que somos solo granos de arena en el universo, notas de un complejo pentagrama que van armonizando con cada alma que se encuentra. Esa era su misión: curar el alma, alcanzar la paz. Sin embargo, para eso debía dejar que el universo continuara enseñándole, haciéndola más sabia desde esa bondad y bienaventuranza que ahora encontraba.
  Llegar a ese punto había exigido crecer ante muchas pruebas del destino, haber vencido los retos que encontraba a través de maestros de sombras, de seres disonantes. Cuando estuvo a punto de flaquear encontró personas con bondad en el alma, que le curaron sus heridas con esa armonía de un acorde perfecto. Todo estaba en la actitud.
   Había pasado los mejores momentos de su niñez en aquella casa junto al mar. Allí iba a ver a sus abuelos, quienes la habían construido hacía casi siglo. Una historia bonita de amor los había llevado a edificar su nido en aquel lugar. Por eso era para ella un refugio seguro, un sitio bendecido lejos de su entorno cotidiano, donde una paz cálida le recorría el cuerpo. Ellos ya no estaban en este plano físico, pero podía sentir ese abrazo que ahora añoraba, ese beso de bienvenida que nunca le había faltado al entrar a aquella casa, la esperanza que la sobrecogía cada vez que divisaba a sus dos seres tan queridos que la esperaban, desde lo alto de la roca, llenos de amor.
   Quería contarles, como fue su costumbre siempre, lo que había sido su vida durante esos últimos años. La falta que le habían hecho ellos y ese fluir en armonía junto al mar, dónde no necesitaba de las máscaras ni personajes que la vida a veces le obligaba a usar en un mundo de apariencias. Sabía lo que era ser feliz, lo que significaba poder ser ella misma y ser aceptada solo por el hecho de existir; ser amada de verdad, sin necesidad de cumplir los estándares baratos que imponía la otra realidad que imperaba en la ciudad. Había alcanzado sueños, metas, realizaciones, hasta la fama y el reconocimiento en algún momento de su vida. Sin embargo, no podía mostrarse al mundo con aquella ingenuidad que guardaba en un rincón de su alma de niña, con ojos de bondad y la libertad de sencillamente ser.
   Aquellos dos seres queridos le habían enseñado el valor de la sinceridad y de poder verse al espejo sin fraccionarse, sin quitarse verdades para agradar a otros. Extrañaba poder dormir sin necesidad de temer, de querer controlar los acontecimientos del día que seguía. Necesitaba vivir sin prisa, sin cálculos, sin premeditar cada acontecimiento y segundo. Llevaba heridas profundas, fracasos y frustraciones que no le dejaban sonreír como aquella niña que subía corriendo por el norte de la colina para abrazar a sus abuelos y volvía a bajarla por el sur, para correr como una liebre salvaje por la orilla del mar. Aquel mundo de adultos no podía ser la realidad, por eso necesitaba volver a encontrarse con esa niña para sentirse feliz.
   Buscando que la luz volviera a entrar en aquella casa y en su vida, abrió las ventanas y contempló nuevamente el magnífico espectáculo de mar, playa y gaviotas. Respiró profundo el aire que llegaba hasta ella y regresó luego al centro de la sala. Quitó la alfombra para que sus pies pudieran sentir el suelo. Cerró entonces los ojos; quería conectar con el lugar, percibirlo en toda su plenitud, agradecer a la naturaleza por tanta belleza. Si ella misma se sentía parte de aquella perfección, ¿acaso no era también una creación del Universo? El deseo de conectar con su lado femenino y fértil, de ir hacia el mismo centro de la Tierra y agradecer, tal vez solo por el hecho de existir, el mayor privilegio de un ser que habite en un tiempo y espacio en el planeta, que respire su aire y sea parte de ese juego de nacer, crecer y dejarse ir de regreso junto a la Madre Natura.
   Parada en el centro de la sala, fue pensando que sus dedos crecían hacia el suelo hasta convertirse en raíces y que encontraban una tierra fecunda para que su cuerpo, ahora como un árbol, pudiera dar frutos dulces. Imaginó que salían ramas en sus brazos. Era el lugar y el momento. El viento volvió a soplar, envolviéndola en la alquimia del tiempo. Sintió cómo las estaciones iban cambiando en aquel cuerpo árbol, que visualizó desde que era una semilla, hasta que fue germinando, creciendo, transformándose en un tronco robusto y flexible para resistir corrientes fuertes. Sintió cómo crecía hacia lo alto y hacia el centro de la tierra. Una parte era visible, la otra no. Como la obra de los seres humanos, que nunca vemos completa; y es que sus raíces, a eso que se aferra y lo mantiene en pie, lo lleva siempre por adentro, invisible a la vista.
   “Así es la vida”—pensó—. “Las obras o frutos terminan saliendo a la luz, pero hay zonas que permanecen en silencio y son las que te nutren y ayudan a crecer”.
   Ella sabe que al árbol y a la mujer las unen las mismas cicatrices, como aquellas aves que dejó hacer nido y luego la abandonaron sin volver. Ramas que fueron partidas, rocas que fueron lanzadas, incomprensiones, desengaños. Sabe que el árbol guardará esas cicatrices, pero después de un tiempo dejarán de doler. Entonces lanzó su primer conjuro:
    “Que cada herida, resentimiento, maldad o tristeza, se convierta en flor”.
   En ese momento llegaron a su mente muchos recuerdos dolorosos que trató de apartar regresando a la sensación del árbol.  De pronto imaginó que brotaban de los dedos de sus manos, convertidas por la alquimia en ramas, infinidad de flores que fueron cayendo al suelo, hasta llenar de pétalos todo el espacio a su alrededor. Poco a poco fue liberando sus miedos, angustias, tristezas; ya no las necesitaba, su cuerpo árbol las convertía sabiamente en aquellas bellísimas flores que luego de un tiempo caían al piso. Ningún árbol retiene sus flores o frutos luego de su período de esplendor, por eso ella no debía hacerlo tampoco. Al caer los últimos pétalos visualizó cómo debajo de las flores que caían se iban formando frutos, muchos de ellos y tan dulces como la miel. Era tiempo de entrega, de realizar también un segundo conjuro y así lo lanzó al Universo:
   “Haz de cada herida la oportunidad de florecer y regalar al mundo no los sinsabores, sino los frutos más sabrosos. La alquimia es eso, liberar y trasmutar. Es lo que haría una sacerdotisa, liberar y curar”.
   Cuando logró soltar en forma de flor y dar al mundo aquellos frutos, comenzó a sentirse más liviana, como si el peso de la vida se fuera diluyendo y hubiera culminado un ciclo. Era el momento de volver a tener conciencia de su cuerpo de mujer, del espacio en que estaba. Sus pies volvían a sentirse sobre el piso. Esta vez dejó caer las viejas pautas, lo que ya no le servía más, porque ahora debía dar paso a algo nuevo. Movió sus manos y las trajo cerca de su cuerpo. Abrió los ojos y vio todo diferente.
   Los colores ahora le parecían haber cambiado, se veían más intensos, nítidos, brillantes. Era como si los dolores y frustraciones que había convertido en flores y frutos, le tuvieran empañada anteriormente su mirada y su percepción del mundo. Junto al cuerpo árbol había venido una criatura que permaneció a su lado cuando ella abrió los ojos. Era un gato, se veía tan perdido como le podría parecer a alguien la presencia de ella en ese espacio. Lo observó con mucha ternura y le habló, como un ángel que domina el lenguaje de los todos seres:
    —A partir de hoy nos cuidaremos los dos. Te llamaré Tiempo y estarás junto a mí siempre que quieras.
   Acarició a su pequeño nuevo amigo. Su pelo era muy suave y delicioso al tacto. La criatura comenzó a ronronear y así estuvieron ambos un buen rato, ella acariciándolo y él disfrutando del roce de esas manos femeninas que le daban un sentido distinto a la tarde. Parecía que ambos habían encontrado la manera silenciosa de expresarse un universo de sensaciones desde una caricia.
  Después de un rato disfrutando en el suelo de la compañía de Tiempo, salieron juntos al portal. El lugar era precioso, así lo llevaba en sus recuerdos y quería sentirlo nuevamente de manera plena. Cerró nuevamente los ojos y recordó el olor y el sabor de la comida de sus abuelos, sus voces, risas, cantos. Recordó cómo sonaba dulce su nombre cuando ellos la llamaban, tan distinto a pesar de ser solo eso, el sonido que la identificaba a ella en esta existencia. Se quedó un rato dentro de sus recuerdos.
   Cuando volvió al momento actual, sintió el aroma que llegaba hasta la roca perfumado de brisa marinera y flores. Había muchas flores cerca que embriagaban el aire. Escuchó; nuevamente el viento se fundió con las gaviotas y el sonido de las olas rompiendo con la roca. Una sinfonía que solo Dios podría componer, cada detalle entraba justo en el tiempo perfecto. Después abrió los ojos e incorporó colores, sonidos y aroma. Solo quedaba sentir en la piel el lugar, la morada que nuevamente la acogía.
   Bajó casi corriendo a la playa. ¡Qué sensación aquella de caminar descalza, bañando sus pies en el mar! Cada vez que la ola mojaba sus piernas algo de su pasado iba saliendo, mientras seguía con la vista siempre en el horizonte.  Atrás debía quedar todo el camino andado, aquel que le trazó la vida y las circunstancias. Con cada paso que daba, las cargas que llevaba en la espalda, las que había acumulado con la vida, seguían cayendo. Ella las entregaba a las olas caprichosas que mojaban sus pies. Llevaba una manta blanca para cubrir su cuerpo, desnudo de ropas del pasado y dónde solo había lugar para su nuevo collar de caracolas recién recogidas, su pulso de algas marinas y su corona de flores, que entraban en un perfecto equilibrio con las estrellas que se dibujaban en sus ojos. Ahora su mirada recuperaba el brillo, al punto de reflejarse en ellos un mar que se perdía en el horizonte y a la vez se hacían tan transparentes como el agua que la invitaba a entrar.
    Detuvo el paso y se paró de frente a ese infinito azul. Sintió cómo un rayo de sol entraba por su cabeza. Aquella luz blanca fue bajando, pasó por su garganta e iba abriendo camino en su corazón para continuar por la columna vertebral e ir hasta las piernas, hasta llenar todo de esa luz. De pronto no palpó su cuerpo, se sentía luz blanca que flotaba. Ya no tenía nombre ni edad, ni pasado ni futuro. Era solo ese momento, era aquella luz. No había sombras en lo que abarcaba su espacio, la luz lo cubría todo.
   En ese momento sintió ángeles bajando a la tierra en un coro de voces perfecto, celestial. No tenía cuerpo, ni forma, era luz y desde ahí podía verlos y escuchar aquel canto que anunciaba que pronto llegaba el atardecer.  Disfrutó unos minutos de aquel regalo divino y nuevamente regresó a su cuerpo, a tener consciencia del lugar, de su existencia de mujer. Abrió los ojos y respiró nuevamente aquel aire luz, que seguía envolviendo cada órgano, cada célula de su cuerpo ahora con una energía que la hacía sentir renovada. Volvió a mirar a su alrededor, aquel mágico lugar que cada vez se le parecía más al paraíso. Una pregunta venía a su mente:
   “¿Será que el paraíso siempre estuvo aquí y solo no hemos sido capaces de verlo?
   El lugar era una isla apartada, dentro de otra isla. Ella misma se sentía una isla, sabía que necesitaba de aquella experiencia. ¡Qué poder había en renunciar, en vivir ese momento de reencuentro, de sencillamente ser, existir! Esta vez entró al mar y ahora se miraba ella misma vestida de olas que consagraban su cuerpo. Esa sensación de cómo se cubría de transparencia era algo que parecía sencillamente de otro mundo; pero no: era tan real como aquel dorado maravilloso del sol que ya bajaba al horizonte besando el mar. Ese beso que llegaba hasta ella, tan dorado y brillante. No importaba que el sol pudiera ser testigo de su desnudez, esa luz resultaba un cuadro maravilloso, solo el mar podía hacer posible aquel abrazo infinito de luz entre su cuerpo y el sol.
   La tarde seguía cayendo, el mundo continuaba siempre su andar, nada lo paraba. ¿Puede acaso el silencio enseñar? Sí, la respuesta definitiva era sí, en aquel momento perfecto estaba la poesía de un soneto que se formaba entre la arena, el mar, el viento, el sol y su cuerpo de mujer, allí se tejía la vida. Ella respiraba, miraba las aves volar sobre el cielo, sentía los peces pequeños quitando las durezas de sus pies. ¡Qué seres divinos y hermosos que le hacían de manera natural un trabajo mejor que el de un gran salón!
   Eso quería, que la dureza de la vida se fuera de su existencia y que aquella transparencia en la que ahora mojaba su cabello largo, limpiara también sus pensamientos. Siguió nadando y al entrar al agua vio como las gotas se convertían en luz entre sus dedos. Quiso atraparlas fuera, pero se deslizaban. Nadie puede atrapar la naturaleza para poseerla, pero todo el mundo es libre de mirarla y disfrutar de esos momentos mágicos y eternos. “¡Cuántas generaciones han podido contemplar lo mismo!, deslizarse entre las mismas aguas renovadas, andar los mismos senderos y cruzar los mismos océanos y continentes”, pensó.
   Para muchos la vida quedaba fuera, entre el cemento y lugares abarrotados. Para ella la vida comenzaba de nuevo, pero desde la luz y la naturaleza. Era eso, una parte de aquel mundo nuevo y eterno. Una vida nueva comenzaba, llena de retos y aprendizajes. Era el momento, su momento de aceptar su misión en la Tierra.
   Salió del mar al atardecer y regresó sobre sus pasos por la arena mojada. Así como se van borrando las huellas, así se van borrando las obras de nuestra vida. Volvió a lanzar otro conjuro, esta vez desde lo más profundo y sereno de su ser:
   —Universo, ¿qué debo dejar de mí al mundo? ¿Qué sentido tiene que esté aquí, ahora, en este instante? A ti me entrego, que sea yo un instrumento para el bien?
   Sentía que todo lo logrado no servía de nada, que necesitaba hallar esa voz única que pudiera dejar huellas bonitas y útiles en el mundo. Todo lo aprendido, aquellas experiencias y esfuerzo debían tener un por qué más allá de su existencia y era hora de encontrarlo. No había prisa, estaba allí primeramente para volver a sus esencias, para reconectar con la sabiduría desde el silencio, lejos del bullicio y la vida apresurada.  Sabía que ya una vez, en ese lugar, había tomado las decisiones que guiaron su vida después de la adolescencia. Ahora, en una etapa más estable, otras decisiones debían servirle de brújula.
   Recogió, muy delicadamente, otras flores y volvió a armar una corona para adornar su cabello. Había tenido objetos y cintas preciosos, pero ninguno podía tener aquel aroma de las flores que perfumaba su pelo y su andar. Nada como una noche estrellada junto al mar, con la luna alumbrando su camino y el perfume de las flores del campo.
   No importaba si alguien la entendiera, ella era feliz: sentía una paz profunda en su alma. Sabía, que con el paso de los días, iba a encontrar las respuestas que buscaba.
   —Voy a dormir esta noche bajo la luz de las estrellas— le dijo a Tiempo mientras lo acariciaba—. Mañana, al salir el sol, comienza otra vez la vida.