Por Eduardo Daniel González


Entremos, pues, a las llagas del cuarto,
adonde la madera solloza y es penumbra
el crujir de la nostalgia. Al fondo,
una pared de alma gris y pobre,
sucia de sombras, pero a salvo
de noches y trenes en la garganta
—¡oh, la pared: aquella y las otras,
también atentas a las conversaciones
ruinosas del asombro!
Mis pasos abrazan la quietud del grito;
son los bramidos de las bisagras
como un susto a conciencia
en las ventanas del día;
como un susto de tiempo, sí;
como un susto.
                              Aquí la calma,
grabándose en el aroma tan suave
del silencio,
invita, claro está,

a la blanca meditación de las sábanas
pensando de pronto en los cándidos mosquiteros,
en las tranquilas oraciones al Niño Jesús
o en el agua más filial bajo la cama.
Y el escaparate de pecho abierto
—mirándome apenas: mirándome—
atraganta su suerte en el almidón de las telas
-blanquísimas, relucientes—
porque otra vez estarán
las criaturas del buen vestir sentadas
un poco más allá del asombro.
Y luego, adonde el cristal empaña
todos mis silencios,
un pez boquea sus costumbres;
salta, cae...
como un soplo de agua en la luz,
y también se ensucia de tiempo
y otros terrores.


Sonata para todas las ausencias

Desde que el naranjo feliz del huerto
perdió la sonrisa de todos sus azahares,
y aquellas alegrías preñadas de sol
apocaron
su sombra verde en las paredes,
sólo porque descuidaron ser frutas razonables,
esas mismas frutas imperturbadas
que toman por asalto los crepúsculos
y maduran, quién sabe,
una tarde y no otra,
una noche y más ninguna;

desde que esas mismas flores
ruinosas, repito,
de filiales perfumes desollados,
tan livianas al vuelo y a un abrazo de aire,
sin anunciarlo siquiera, besaban
las llagas inconsolables de la tierra;

desde aquella muerte prematura del tiempo
me duelen, señores,
las mordidas de la ausencia.