Por Jorge Ángel Hernández

 

La editorial cienfueguera Mecenas acaba de publicar un poemario singular, de esos —no muy abundantes— que llaman a disfrutar la calidad del verso en sus más exigentes ramificaciones. Se trata de Memorias de un gladiador,[1] de Pepe Sánchez (Cumanayagua, 1956). Compuesto por 32 sonetos (en efecto: sonetos) que en tres secciones (El tiempo y la utopía, Naves de Tarsis, El signo de los argonautas) reflexionan acerca de temas que son obsesiones del autor. Ese autor —no sujeto lírico, aunque coincidan y se entrecrucen en varias ocasiones— obsesionado por su capacidad de avizorar el futuro y descubrirse imposibilitado para hacer algo útil con sus revelaciones, salvo escribir con la mayor honestidad y la más lírica hondura. Honestidad al elegir el sentido de la vida y rigor literario como una norma insobornable del comportamiento. Numerosos apuntes dejan marca de ello a lo largo del cuaderno.

     Obsesionado además con la dicotomía insalvable entre el poder —conquista y ejercicio del poder sobre las multitudes— y la paz del espíritu que todo individuo necesita para serlo, el poeta construye una memoria alegórica que religa las fuentes del conocimiento para usarlas a su antojo en las esferas del código. Esta es una de las virtudes que hallo en casi todos los sonetos del libro: el ámbito de codificación —que se remite a una cultura occidental de lugares comunes infinitos— libera el ámbito de la expresión para actualizar el sentido y definir el qué mediante el cómo. La referencia histórica, o culterana, no se traslapa en coyunda, o en ejercicio de forzosa asociación semántica, sino en sustrato de significación poética, o filosófica.
     Conmocionar, y emocionar —valores ilustres de las más dignas tradiciones poéticas— obsesionan también a Pepe Sánchez. Lo hará —porque en no pocas estrofas demuestra cuánto puede hacerlo— desde una perspectiva de humildad poiésica, haciendo limpia y resignada renuncia de la tradición del ejercicio del poder de la palabra —análogo al ejercicio del poder que el ciudadano «iluminado» asume para enseñorearse sobre el otro—, que se traduce en sentencias más que en profecías. «Es por nada que a veces batallamos», reza el verso primero de «En la arena del circo», [p. 23] por ejemplo. O en el terceto último de «Canción de Espartaco», [p. 21] cuando escribe:

Es correr tras el viento y batallamos,
y hasta el sol detenemos cuantas veces
la tierra pida luz, por lo que amamos.

Filosofar cabalgando la cadencia del verso es, por demás, recurrente obsesión de la persona que traza, más que escribir, estos sonetos. Ese filosofar persistente privilegia la irreconciliable confrontación entre la honestidad como realización suprema para el individuo y la falsa apariencia que acompaña al poder como condicionante. El ejercicio del poder como el terreno en que la condición humana se traiciona a sí misma, imposibilitada de salvar la circunstancia. De ello da fe en el poema «Los tribunos»: [p. 15]

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[1] Pepe Sánchez: Memorias de un gladiador, Ediciones Mecenas, Cienfuegos, Cuba, 2023.


Los tribunos conspiran por encargo
de ellos mismos, por vicio y contra el mundo.
[…]
Como ves, nunca te será otorgado
otro oficio que ser un vago escriba,
quizá el mejor azote del de arriba.

O en el poema «Cleopatra y Julio César»: [p.35]

Si conquistas un reino por la espada
puedes beber el vino del vencido.
Pero otra cosa es cama y ciervo herido,
pueblo y mujer que salve tu mirada.

El gladiador, por su parte, posee solo el verbo, desde el principio y hasta el momento final en que la confesión del derrotado apuesta a salvarse en la sentencia. Tensión que privilegia una voz íntima, personal, deudora de amor cuyo valor se define a partir de la mirada martiana. He hallado, sutil y subrepticia, la sombra de José Martí en varios pasajes.
     Y aunque no es abundante, ni tampoco un recurso principal de su poética, la ironía se infiltra en algún que otro estadio, dosificada como si fuese un condimento, o un excursus textual con el que busca inquietar la discursividad. Así en el título del poema «César, los que van a vivir te ignoran» [p. 17], cuyo juego referencial es felizmente expresivo, o en el terceto con que cierra el poema «Idilios» [p. 45]:

Pero Heráclito, frente al mar de Tarsis,
dice que todo fluye, y yo no entiendo.
Estoy leyendo, solo estoy leyendo.

¿Cómo salva el autor el inevitable riesgo de la monotonía al asumir solo el soneto como composición poética de Memorias de un gladiador, con mayoritario empleo de versos endecasílabos, por demás? La solución parte de la integración entre ese bloque amorfo que va a dosificar el contenido y la puntillosa utilización de los recursos formales de versificación. La antigua tradición de forma y fondo deconstruida en el oficio poético. Parte, en efecto, de esa integración, pero la desarrolla, hasta difuminarla, hasta hacer trampas con ella delante de los ojos del lector, listo para reaccionar ante asociaciones de la tropología y lenguaje. El encabalgamiento del verso no se halla solo en función de prolongar, o quebrar, el sonsonete de la frase medida por las sílabas métricas, sino, y es un acierto importante, de sorprender con el significado.
     Vale decir que lo que hallo de más, y que en lo personal lamento, es el exceso de citas. Comprendo, porque así lo intuyo, que la obsesiva honestidad del autor lo lleva a la intención de ser justo con los referentes. ¿Es esto posible para un escritor cualquiera? Y me refiero incluso a un escritor de escasos referentes, que pululan hoy día. El oficio que en estos sonetos se derrocha —aunque lo dosifique— hace nula, a mi juicio,  insisto, la necesidad de tanta referencia textual. Muchas de ellas se disuelven cuando seguimos la lectura del texto y nos dejamos conducir por los recursos propios del autor. Confieso que, de haberme visto en la piel de la editora del cuaderno, habríamos sacado un tremendo chaquete en discusiones de trabajo, y no hubiera cejado hasta quitarle, si no la mayoría, al menos unas cuantas.
     Memorias de un gladiador admite la más convencional de las lecturas, de izquierda a derecha, del primer soneto al último. Es algo que no siempre ocurre con los libros de poemas. Temas, personajes y alusiones de llamado a actualidad inmediata se suceden, en trabajada armonía y bien seleccionada relación. Pero también es posible leerlo en caótico albedrío, abriendo cualquier página y dejándonos llevar por esa rara combinación de rítmica palabra y trascendente sentido. Es parte de la singularidad de este cuaderno, cuya edición consta solo de 500 ejemplares, lo que lo vuelve una rareza que, a pedir quedo, ojalá encuentre el alcance que merece.


* Tomado de Cubaliteraria.