Por Gustavo Adolfo Cardoso Rodríguez


                  Dust in the wind

                       Kansas


Domingo 17 (Son ideas, Osvaldo Rodríguez y los 5U4)

Con el espíritu fortalecido después de una ida y vuelta más al lugar de mi acostumbrada peregrinación, llegué a ”mi rinconcito” de Úrsula y Vía Blanca, en el populoso barrio del Cerro, Cerca de la famosa heladería – frutería Fruti-Cuba de la zona. En casa la misma rutina de siempre, “La vida sigue igual”—me decía— parodiando a Julio Iglesias: releer a Stephem King en su fantástica novela Resplandor, deleitarme con el rock sinfónico Rapsodia Bohemia de Queen con el inigualable Freddy Mercury —Dionicio no era bobo— pensaba al saborear un vinito brindis con su Partner Café Bustelo, recién colado. La coletilla del  día consistía en sentarme a contemplar el ir y venir incesante de vehículos que pasaban frente a mí por Vía Blanca con destinos inciertos, quizás como el mío. Exhorto, y con la mirada fija, no vi pasar las horas frente a aquel torrente en la avenida que se me antojaba mágica, como las historias contadas por el gran escritor cubano Alejo Carpentier en su novela El Reino de este Mundo en relación con su acuñada frase de lo “real-maravilloso”, creía ver en esa sucesión de vehículos al Manco Mackandal convertido en ave, serpiente o pez, conducido magistralmente por la mano certera de su autor, en la voz escrita de Ti Noel.


Lunes 18 (Cuenta conmigo —Clara y Mario)

Me desperté liviano, limpio y tranquilo. Todo me indicaba que aquel día marcharía sobre ruedas seguras y firmes – va a ser un buen día - me dije con ánimo y salí a la selva de asfalto repleta de incoherencias y desafíos propios de una ciudad cosmopolita. Abordé el ómnibus 105, invadiéndome un crisol de olores de todo género, “el olor es duradero, lo primero que percibe el niño al nacer es el olor de su madre —me decía mi padre— permanece en el cerebro más que en la memoria misma y se encarga de cuidarla por encima de otras vivencias, incluso más allá de la propia desgracia o del desarraigo”. Llegué al Museo de Bellas Artes de la calle Empedrado #202 donde yo fungía como curador desde dos años atrás. De pronto la vi, estaba allí, absorta, contemplando embelesada el cuadro del italiano Leonardo Da Vinci La Mona Lisa, también conocida como La Gioconda. Me le acerqué en silencio.
     —¿Estupenda, eh?— la interrogué casi susurrando a sus espaldas.
     —Nunca dejaba de asombrarme su mirada, como si buscara algo que ha perdido de mucho valor— me contestó sin apenas mirarme.
     —Mi nombre es Serguey —me presenté—, pero puedes llamarme Seriosha y trabajo aquí de curador —agregué para darme ínfulas de importante y ganar su atención.
      —Mucho gusto, Seriosha. Me llamo Bárbara, pero mi familia y amigos me dicen Baby —me contestó ladeando un poco su cuerpo y haciendo un gesto de aprobación con su cabeza.
     —El placer es todo mío, baby, ¿te gusta el arte, quiero decir la pintura? —insistí en mis preguntas.
     —Si y mucho, es que vine para La Habana con una beca para estudiar en la Escuela de San Alejandro. Soy de Cienfuegos.
     —¡No me digas!, el mundo es un pañuelo. Yo también soy perlasureño —le respondí cortésmente y con un aire de cierta mezcla de alegría y sorpresa. Ella permanecía imbuida en el encanto de las magníficas pinturas expuestas allí de grandes pintores universales como Rafael Sanzio, Fransisco de Goya, Alberto Durero, Miguel Ángel Buonarroty, Camille Corot y el propio Leonardo; yo la observaba discretamente, al tiempo que le iba explicando detalles y currículos de las obras de esta maravillosa Colección Universal que atesora El Museo. Su rostro era atractivo, bien diseñado. El cabello, al igual que sus ojos de un negro cálido se achicaban cuando reían; los dientes blanquísimos, aunque ligeramente separados, conformaban junto a una nariz pequeña, haciendo que el conjunto reflejara belleza, un rostro noble, diríase que hasta digno de una pintura.


Miércoles 20 (Flor pálida, Polo Montañez)

—Hoy recorreremos la sala de pintores cubanos, dije sugiriendo organizar el trabajo.
     —Perfecto —respondió con su habitual seguridad, mientras esgrimía su sonrisa letal.
     En la Galería de pintores cubanos se deleitaba ante los landscapes bucólicos de Armando Menocal, la explosión de colores de Amelia Peláez en sus inigualables vitrales de La Habana, o la armonía desconcertante del más grande pintor cubano, Wilfredo Lam, en su cuadro de estilo cubista La Jungla. Más a la izquierda nos recibe la impronta de las flores—mujeres de Flora Font y Lesbia Vent Dumois, la amplia y rica obra en colores vivos de Alfredo Sosa Bravo, los edificios y casas de la Habana de René Portacarrero, y Los niños, de Maikel Herrera.
     —El mundo es bello porque existe el arte y vale la pena vivir tan solo para disfrutarlo —dijo ella con lágrimas a punto de brotar de sus hermosos ojos azabache.
     —La cultura nos salva de la barbarie —le respondí salomónicamente, aunque no estaba plenamente consciente de lo afirmado. Ella me abrazó emocionada con gesto de agradecimiento y la percibí con un ligero temblor.
     —Es un verdadero regalo para la vista, dije tratando de salir de mi embarazo nervioso.
     —¡Cuánta entrega en estos artistas!, seguro que dejaron jirones de alma en sus obras —me dijo bajito notablemente emocionada.
     —El arte es entrega —le afirmé con cierta reticencia, haciéndome el académico.
     —Pero… a mí también la vida me puso palos en la rueda —se quejó suspirando.
      —¡¿Cómo es posible!? Eres sana, joven, bonita, inteligente —le dije con pose de cura.
      —Es por mi mamá, está muy enferma. El cáncer me la quiere arrebatar —dijo muy triste, con lágrimas en los ojos, mientras se abrazaba a mí.
Un sentimiento contradictorio se apoderó de todo mi ser. Por un lado me afectaba en mí solidaridad hacia ella tal situación de amargura y dolor, por otra parte una sensación insana de victoria egoísta del ángel-hombre salvador que me apremiaba por dentro y exigía.
     —Hoy en día la medicina está muy avanzada y existen curas para diferentes tipos de enfermedades, incluso para el cáncer y hasta vacunas preventivas, le afirmé con el convencimiento de un médico recién graduado. La abracé fuertemente, sentí el latir rápido de su corazón. Lloramos juntos y así quedamos como una sola unidad en un tiempo indefinido.


Viernes 22 (Mi amor fugaz, Benny Moré)

Pasaron dos largos e interminables días. No quise ir a verla a la escuela por falso orgullo o quizás por un sentimiento inexplicable. Ella llegó al museo y como casi siempre dueña de si misma y con una sonrisa que a mí me pareció cómplice, o al menos displicente.
     —Te invito a cenar hoy en un lugar que estoy seguro será de tu mayor agrado, ¿Qué me dices? Temía una respuesta negativa. Su sonrisa se abrió como un sol de abril en plena primavera y con esa particularidad tan especial que tenía de desarmarme cada vez que lo hacía.
     —Me encantaría, pero te advierto que mañana viajo a Cienfuegos y aún tengo que arreglar algunos asuntos pendientes, les dijo con su gracia natural.
     —¡All right! Solo atiné a contestar.
     Al final de la jornada abordamos un taxi amarillo que nos condujo a la esquina de la calle 23 y G. Subimos unos peldaños de mármol gris que nos llevó frente a una puerta de cristal tornasolado donde se podía leer: Restaurante Castillo de Jagua: oferta de comida cubana e internacional; especialidad: productos del mar. Nos recibió el capitán de salón muy amable y profesional llevándonos a su interior, acto seguido nos acomodó en una mesa. Enseguida serán atendidos, y se marchó a complacer  otros clientes.
     El salón era amplio, con mesas convenientemente colocadas para el disfrute placentero e intimista. Cuadros alegóricos al mar adornaban sus paredes: olas, gaviotas, veleros y sol, predominando los colores azul, blanco y amarillo, todo en un ambiente acogedor y para la guinda del pastel una música de fondo muy sugerente con el toponímico del lugar: el Benny nos recordaba que “Cienfuegos es la ciudad / que más me gusta a mí”. Al minuto una joven camarera se nos acercó con saludo y sonrisa muy cordiales, tomó nota del pedido y se alejó con un suave vaivén de sus caderas.
     —Sé por intuición que te gusta el pescado en escabeche, por eso elegí este lugar ¿acerté? —lo dije con el entusiasmo del pajarillo que le abren la puerta de la jaula.
     —Completamente, me contestó con ojos agradecidos, mi papá era pescador.
     —Y con este vino de Oporto será como ir al cielo y encontrarnos con Dios (no sé por qué dije eso, yo nunca fui a la iglesia y me acordaba de Él cuándo estaba en apuros o con los bolsillos vacíos).
     A las nueve con treinta regresamos envueltos en una especie de arrebol, tomamos un taxi y la dejé en su escuela. Yo volé a “mi rinconcito” de Úrsula y Vía Blanca.
Una sucesión de sensaciones, hechos y colores pasaron por mi cabeza. Creía ser el personaje de la película Vértigo del Maestro del suspenso Alfred Hitchcock: flotaba, divagaba, gemía queriendo alcanzar unos globos rojos que se elevaban más y más en un cielo oscuro y tormentoso…
     El fin de semana fue largo, inquieto y mi espíritu turbado no lograba hacer caminar las manecillas del reloj; pero el lunes 25 la vería de nuevo. ¡Cómo me dolía su inmensa ausencia!

 

Lunes 25 (Si ella me faltara alguna vez, Pablo Milanés)

Me sentía fatal, agotado. La ancha puerta de estilo gótico del Museo no la veía aparecer. La tarde fue más dolorosa. Ella no acudía “a su cita”. Sin reportarme al Museo, fui a la escuela.
     —No, discúlpenos. Aquí no hay nadie matriculada con ese nombre y menos de Cienfuegos —me dijo una señora seria con unas gafas de alta graduación. Sin apenas dar las gracias salí de allí como el que es enviado al Purgatorio, y vagué durante horas por calles, aceras y terrenos baldíos. Fuera de mi realidad y lleno de ruidos, a veces oía voces inteligibles:
     —¡Loco, apártate de la vía!
     —¡Comemierda, te van a matar!
     —¡Maricón, mira por donde caminas!
     Después… la nada, un gran silencio…


Viernes 29 (Mañana… ¿Qué será de mí mañana?, Los Dan)

Desperté sobresaltado sobre mi cama personal gimiendo y clamando: ¿Bárbara? ¡Bárbara! ¡Bárbara!
     Me respondió el silencio de la madrugada o el lejano ajetreo de la avenida. Tenía el cuerpo empapado de sudor y las sábanas mostraban, sin ningún recato, las huellas de mis efluvios nocturnos corporales. Estaba viviendo una pesadilla cruel, doliente que penetraba hasta el tuétano de mis huesos y las fibras más íntimas de mi alma. Sentí mucha soledad y quise gritar al cielo, a un dios, pero mi garganta estaba reseca.
     Han pasado varios días y desde entonces, después de cumplir mis deberes de mensajero, ceno, tomo una píldora antiácidtu tum, no me siento a contemplar el cruce vehicular de la Vía Blanca y me llego hasta la heladería—frutería Fruti—Cuba para charlar con mi nueva amiga Bárbara.
     —Hi, Baby! How do you feel tonight?
     —Muy bien, Seriosha. ¿Y tú, cómo estás? ¿Sigues tomando las pastillas que te recetó el psiquiatra?
     —Por desgracia hace una semana que se me agotaron —le respondí, con un gesto cansado.
     —Y cuándo tienes la próxima consulta? —insistió Bárbara, mostrando en sus ojos de noche una gran preocupación.
     —El lunes que viene —le respondí alzando mi triste vista a unas estrellas que se veían brillar en el cielo a través de un gran ventanal de cristal. El lunes primero, Baby, el lunes primero… 

 

Con este texto el autor obtuvo Premio en la modalidad de cuento en el Concurso Nacional José de Jesús Rojo, Santa Isabel de las Lajas, Cienfuegos, Cuba, 2025. (N. del E.).