Por Nicolás Guillén
No sé. Lo ignoro.
 Desconozco todo el tiempo que anduve
 sin encontrarla nuevamente.
 ¿Tal vez un siglo? Acaso.
 Acaso un poco menos: noventa y nueve años.
 ¿O un mes? Pudiera ser. En cualquier forma,
 un tiempo enorme, enorme, enorme.
 Al fin, como una rosa súbita,
 repentina campánula temblando,
 la noticia.
 Saber de pronto
 que iba a verla otra vez, que la tendría
 cerca, tangible, real, como en los sueños.
 ¡Qué explosión contenida!
 ¡Qué trueno sordo
 rodándome en las venas,
 estallando allá arriba
 bajo mi sangre, en una
 nocturna tempestad!
 ¿Y el hallazgo, en seguida? ¿Y la manera
 de saludarnos, de manera
 que nadie comprendiera
 que esa es nuestra propia manera?
 Un roce apenas, un contacto eléctrico,
 un apretón conspirativo, una mirada,
 un palpitar del corazón
 gritando, aullando con silenciosa voz.
 Después
 (ya lo sabéis desde los quince años)
 ese aletear de las palabras presas,
 palabras de ojos bajos,
 penitenciales,
 entre testigos enemigos.
 Todavía
 un amor de «lo amo»,
 de «usted», de «bien quisiera,
 pero es imposible»... De «no podemos,
 no, piénselo usted mejor»...
 Es un amor así,
 es un amor de abismo en primavera,
 cortés, cordial, feliz, fatal.
 La despedida, luego,
 genérica,,
 en el turbión de los amigos.
 Verla partir y amarla como nunca;
 seguirla con los ojos,
 y ya sin ojos seguir viéndola lejos,
 allá lejos, y aun seguirla
 más lejos todavía,
 hecha de noche,
 de mordedura, beso, insomnio,
 veneno, éxtasis, convulsión,
 suspiro, sangre, muerte...
 Hecha
 de esa sustancia conocida
 con que amasamos una estrella.
* Con la publicación de este poema, estamos rememorando el 120 Aniversario del natalicio de este poeta (10 de julio de 1902) y el 33 Aniversario de su muerte (18 de junio de 1989). (N. del E.)
 
											 
   
  
 
						













