Por Orlando V. Pérez

 

Vino hasta mí llorando. Le abracé la cabeza entre mis rodillas. Y como estaba acostado en la cama, no me fue difícil inventarle un espaldar con mis piernas. Ahí se recostó.
     —¿Por qué lloras? —le pregunté.
     —Mi mamá…
     —¿Tu mamá qué?
     —No, mi mamá… —dijo sollozando.
     —A ver, voy a escucharte, pero… tienes que dejar de llorar.
     —Es que…
     —A ver, de nuevo cálmate, voy a contar hasta tres. A la una, a las dos, a las dos y media, a las dos y tres cuarto... Bueno, si sigo picoteando en fragmentos, más nunca llego al tres.
     Le dio gracia mi chiste y se empezó a sonreír.
     Le dije:
     —¡Así me gusta, caray! ¿Ves cómo ya eres una niña normal?
     —¿Y antes era anormal?
     —Bueno, casi casi —le respondí, con lo cual la hice sonreír de nuevo.
     Logré que se calmara y le pedí que me explicara con claridad cuál era su conflicto.

     —Mi mamá no quiere que yo me conecte a Internet.
     —¿Y con tu cel no puedes hacerlo a la vez que ella?
     —Sí, pero el mío no se conecta, no tiene esa aplicación.
     —Ah, ya sé. ¿Y tú utilizas el de ella para conectarte?
     —Sí.
     —¿Y qué pretendes hacer por Internet? Porque tu mamá necesita conectarse ahora para felicitar a tu papá. Hoy es el día de su cumpleaños, ¿no?
     —Eso mismo quiero hacer yo: felicitarlo.
     —¿Y no pueden felicitarlo juntas?
     —No, porque yo le tengo una sorpresa y no quiero que ella la vea.
     —¿Cuál?
     —Enseñarle que ya me salieron las alas. ¿No las ves?
     Hablaba muy en serio. La miré detenidamente, y de veras, me di cuenta de que estaba a punto de salir volando por la ventana.