Por Edgar Allan Poe


Estoy muy lejos de considerar sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes del mismo deseábamos mantener el asunto alejado del público –al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación–, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada, que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad.
     El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos –en la medida en que me es posible comprenderlos. Helos aquí sucintamente.
    Durante los últimos años había atraído repetidamente mi atención el estudio del hipnotismo. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero estos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.

Por Tati Bustamante

Voy a leer tu cuerpo con tanta pasión, que tu ocaso va a estar húmedo mientras con mis dientes te quito tu bóxer.....
Voy a leer tu cuerpo como la mejor escritora que pudo existir. Voy a disfrazarme de diabla mientras con mi tridente te doblego a mi voluntad; me montaré en ti como una gata encelo: lo haremos tan fuerte que se escucharán ruidos morbosos que te harán arder...
Voy a leer tu cuerpo con tal sutileza que te voy a encadenar con una cadena de acero, para que no te sueltes. Voy a prender una vela para que la parafina queme tu parte trasera, mientras con mi lengua te recorro y llego al manantial de tus fantasías...
Voy a leer tu cuerpo con la lengua mientras mis labios aprietan tu ocaso lubricado. Tu miel desbordada inunda mi boca para saciar estas ganas que tengo de ti...

Por Susana Macció

Se cuartea
la pared
del olvido.

De su grieta
inocente
brotan vivas
las edades.

Clarividente
imperfección.


Éxtasis

En la trama del aire
olores sonidos sabores
enlazados
en la cabellera del río.

Por Cristina Piña

(a la memoria de mi hermana)

Sin embargo,
no era eso lo que quise decirte
en tantos años
de escribir tu nombre.

Quise nombrar la alegría compartida,
las noches en que las manos juntas
nos ayudaron a cruzar el miedo,
la envidia y el amor,
sobre todo el amor,
tan poco dicho,
tan sabido.

Quise decir la adolescencia,
el viaje que fue el tesoro del pirata
porque estaban las cartas,
los secretos,

Por Arthur Rimbaud

A negro, E blanco, I rojo, U verde, O azul: vocales,
algún día diré vuestro nacer latente:
negro corsé velludo de moscas deslumbrantes,
A, al zumbar en torno a atroces pestilencias,

calas de umbría; E, candor de pabellones
y naves, hielo altivo, reyes blancos, umbelas
que tiemblan. I, escupida sangre, risa de ira
en labio bello, en labio ebrio de penitencia;

U, ciclos, vibraciones divinas, verdes mares,
paz de pastos sembrados de animales, de surcos
que la alquimia ha grabado en las frentes que estudian.

O, Clarín sobrehumano preñado de estridencias
extrañas y silencios que cruzan Mundos y Ángeles:
O, Omega, fulgor violeta de Sus Ojos.

 

 

Por Rolando Revagliatti

 1.- Rolando Revagliatti: Sos torcuatense por adopción.

Susana Macció: Tenía seis años cuando nos mudamos a esta localidad que nunca abandonaré. La que fue declarada ciudad cuando yo tendría quince; y, a pesar de eso, continúa conservando la idiosincrasia de un pueblo. Las construcciones no pueden superar los tres pisos; la mayoría son casas con frondosos parques. Eso permite un cielo abierto donde las veredas tienen una parte de césped y muchos árboles y nos ofrece un paisaje acogedor cuyo atardecer —hendido de pronto en un abrupto silencio— desciende lento y sumiso. Desde hace veintinueve años me desempeño como preceptora en el colegio al que asistí durante la primaria. Tarea apasionante en el acompañamiento y formación de los adolescentes.

Por Maria Herrera

Solo la sombra sabe de mis conversaciones con la oscuridad; 
la realidad es tan sugestiva como la verdad, 
pero en ella perecen ucrónicas las ruinas aferradas 
a mis vísceras gangrenadas. 
La margarita descarnada del anhelo, 
se lava en sonrisas desdibujadas con las penas, 
y entre tantas verdades 
que son mentiras en partes, 
florezco en la cornisa del salvaje 
espíritu que me yace.

Por Abelardo Castillo

Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza --porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia-- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquel, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
     Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.

Por E. Annie Proulx

Lo que Jack recordaba, y anhelaba con un ansia que no estaba en su mano dominar ni comprender, era aquella ocasión en el remoto verano de la Brokeback en que Ennis se le acercó por detrás y lo estrechó entre sus brazos, aquel abrazo silencioso que satisfizo un hambre compartida y asexuada. Permanecieron así largo rato frente a la hoguera, rojizas tajadas de luz incandescente y danzarina, las sombras de sus cuerpos como una sola columna sobre la roca. Los minutos pasaban medidos por el tictac del redondo reloj que Ennis llevaba en el bolsillo, por los palos que se transformaban en ascuas en el fuego. Las estrellas rasgaban las onduladas capas de calor sobre el fuego. Ennis respiraba pausada, reposadamente, tarareaba, se balanceaba apenas a la luz chispeante, y Jack se reclinó sobre los regulares latidos de su corazón, las vibraciones del canturreo como un leve zumbido eléctrico, y así de pie, se hundió en un sueño que no era sueño sino algo diferente, extasiado arrobamiento, hasta que Ennis, rescatando de los tiempos infantiles previos a la muerte de su madre una frase oxidada pero todavía en buen uso, dijo:

Por Rolando Revagliatti

1.- Rolando Revagliatti: Fue por teléfono que me adelantaste un perfil de tu procedencia familiar y de tus derivas por el teatro, por la música…

Cristina Piña: Vengo de una familia muy especial, sobre todo por el lado materno, que constituía una especie de matriarcado porque entre abuela, tías abuelas, tías y madre sumaban seis personajes singulares: uruguayas, liberales, divertidas y progresistas, pese a venir de una familia muy antigua del Uruguay, con siete generaciones en el país —yo soy octava generación y tengo la doble nacionalidad. Además, las mujeres de la familia eran amantes —al igual que mi padre— de la literatura, la música y la pintura. Gracias a ellos entré desde muy chica en el mundo del arte: además de los discos que se oían y las charlas sobre pintura, teatro, cine y ópera que se tenían en mi casa, mi padre me llevaba todos los fines de semana a museos, galerías de arte y conciertos y junto con mi madre al teatro y al cine. Además, por mi hermana —que era seis años mayor que yo—  empecé a ir al teatro independiente y pude conocer el Instituto Di Tella en su momento de esplendor, pese a tener catorce o quince años.