Por Alexey Ruiz

Ante Bruno se encontraba la reliquia más preciada de su infancia; esta rondaba cada rincón del antiguo estudio; fueron mucha las veces que huía de las criadas o hurgaba en la búsqueda de los libros que le gustaban en aquel entonces. La tupida barba, el monóculo y su volátil personalidad eran lo que más recordaba de su familiar. El tiempo no pudo corroer los estantes que se alzaban a los costados de la angosta habitación; su mano palpaba el lugar en busca de algo nostálgico. Guiado por sus recuerdos, buscó en el estante detrás del escritorio. Al hojear un antiguo, pero bien cuidado ejemplar, un terrible hedor se propagó por la habitación y un líquido espeso invadió en cuestiones de segundos el suelo, creciendo con gran rapidez, sin darle tiempo a reaccionar.

Por Yusbiel León

Mi niña, la consentida
Por los besos de la casa,
La edad pasó por aquí
Y va contigo apurada.
Es que necesita un ángel
Que le eche el cielo en las alas.
Pero no importa lo lejos
Que abriendo cielos te vayas,
Porque el amor de papá
Surcará las guardarayas
Del mar si fuera preciso
Para aligerar las ansias
De tenerte como ayer
Llena de cintas y batas,

Por José R. Ojeda (Lolo)

Ahora Dora vive en un 2do. piso, a escasos metros del centro social, político, económico y religioso del pueblo; allí se le puede ver a cualquier hora, con su gran batón blanco oteando la calle. Cuando se pasa por su acera y miras hacia arriba, se descubre un amasijo despampanante de carne y ropa interior roja, que te obliga a cambiar la vista hacia delante, con la sensación extraña de que te está mirando y algo te dice: no te vires, sigue tu camino.

Dora siempre fue una mujer gruesa, sabihonda, preparada, montada en cuanto cuchitril se movía en el pueblo, junto a su eterno compañero de batallas, el pequeño Roberto con Botas. Recibían a cuanto artista nacional o extranjero llegara a ofrecer su arte. Nunca soltaba su mochila, aquella contenía la solución a todos los intríngulis que le deparaba la vida diaria.

Por Melisa Arística

Salí más temprano de lo habitual; esa noche había sido una tortura y quería hacer la entrega de la guardia lo más rápido posible. Estaba agotado, pero antes debía buscar al chofer que recibiría la ambulancia. Tomé 4 sorbos de café, arranqué el motor y me encaminé hacia mi destino. No sé cuándo pasó: cuando solté el volante, cuando me dormí. Solo recuerdo que escuché ¡DETENTE!, y como una orden directa desde mi celebro a mis músculos, con mi pie derecho pise a más no poder el freno. Al parar, analicé la situación que me rodeaba, pero aún no comprendía lo que estaba sucediendo. Así que me bajé del vehículo y fue cuando lo vi: un niño pequeño de unos 5 años se encontraba de rodillas tembloso frente al capó con un balón entre sus pálidas manitas, las que sostuve para calmar su ansiedad. Luego de que el chico estuvo a salvo, regresé para continuar mi camino, pero el miedo me paralizó, mi cuerpo no reaccionaba y una pregunta invadió mi mente mientras el sudor frío recorría mi rostro: ¿quién grito ¡DETENTE!, si yo viajaba solo.

Por Silvia C. Valdés

Luciérnaga de ala incandescente
que exhibe de mi techo la armonía,
y me expende, en su lúdica alegría,
la mágica vislumbre de un torrente.

Y me esconde la sombra de repente
el genio que le anima del envite,
como si un Aladino en su convite
mostrara malabares a la gente.

Ya el día se anuncia en embelesos.
Se extinguen del torrente los excesos.
El ímpetu de un cinc llega y los traga.

Huyen los malabares del encanto
y el ritual artificio de mi canto
retorna al mundo de lo que se apaga.

Por Pepe Sánchez

Parva luz que me aguardas entre leños
de soledad al fuego destinados.
¿Con qué abrigar los grises despoblados
de estos días que alargan viejos sueños?

¿Dónde están los azules halagüeños,
aquel cielo de potros desbocados,
los patios del candor, esos aliados
de ayer que despertaban mis empeños?

Parva luz como lluvia de aquel marzo
en que me busco, haz de cada estancia
sueños para los días de hambre y frío.

Cómo decirte si este ser que esparzo
es el perdido duende de la infancia
o el abismo que surca mi navío.

Por Nicolás Águila

Fue una noche de guarismos etílicos. Raúl Rivero anclado en El Floridita, poesía y añejo doble a la roca (o en straight, no lo recuerdo bien) en medio de la densa bruma de humo y un agujero negro, alejado de la repetitiva Feria del Libro a un paso de allí.

Raúl intentó recitarle el “Soneto de tus vísceras”, de Baldomero Fernández, a la chica estudiante de Medicina sentada en la barra con nosotros:

“Harto ya de alabar tu piel dorada,

tus externas y muchas perfecciones...”;

pero se le hizo un nudo en la garganta. Un nudo gordiano, más exactamente. Y lloró.

Le había venido de pronto a la memoria, tal vez por asociación de ideas o de situaciones, o por las copas de más, o por todo eso junto, quién sabe, el recuerdo de su amigo Wichy, el poeta Luis Rogelio Nogueras, a la sazón recién desaparecido.

Por Marisol Velázquez

Muerte,
     nunca dices
cuándo
     vas a cerrar
las ventanas.

Si entras
    al hogar
pule pasos dignos.

Hay
en el aire
    juicios
de la lírica
    para
guarecer
   bajo techo.

Por Rodolfo Alemán

Estoy pensando en el camino recorrido,
en la parte de mi vida, que ya gasté
con gente equivocada, en sitios equivocados
y en el tiempo equivocado.
En el amor que desperdicié también,
en sitios equivocados y con personas equivocadas.
Estoy pensando en todos mis pecados,
los que finalmente acepté, y los otros,
los que aún me resisto a admitir, que alguna vez
ocurrieron;
estoy pensando en mi penitencia,
y por qué no, también en mi absolución,
si Jesús perdonó a Judas,

Por Clara Veitía

Yo a mi abuelo lo veía
como lo dulce y lo humano,
lo más tierno, justo y sano
que en la familia existía.
Por eso, lo que él decía
era una ley, un decreto;
hijo, yerno, nuera, nieto…
todo familiar notaba:
mi abuela era quien mandaba,
mas… mi abuelo era el respeto.

Así un día, un desalmado
pidió a mi abuelo, dijera
cuál de tantos nietos era
aquel menos agraciado.
Mi abuelo nos vio a su lado,
miró con cara de pena,
y con la pupila llena
de una lástima inconfesa,
rozándome la cabeza
murmuró: “¡Pero es tan buena!”