Por Abel Guerrero

 

En Pueblo Viejo las casas
se van muriendo:
padecen de musgo gris
y de silencio
como lunas sorprendidas
por diez cangrejos,
abandonadas guitarras
sin su concierto.

Están enfermas las noches
sin agujeros
y mordidas por las copas
de su sombrero.

Mas, pálidas y calladas
llevan por dentro
tristes cantos olvidados
y nuevos versos.

 

De: Papá, me compras un mar.

 

 

Por Abel Guerrero

 

El piano quiebra la tarde
con una risa sonora:
con sus pétalos, la niña
le arranca las dulces notas
le arranca las dulces notas.
que se van abriendo al aire
como en vuelo de palomas.

Todo es juego y alegría,
todo es música y es fiesta:
el piano canta en la sala
su alegría de madera.

Después, cuando la quietud
llena el espacio de grillos,
el piano triste y callado
queda en la sala dormido.

 

Tomado de: Papá, me compras un mar. Editorial UNEAC, 2015.

 

 

Por Maritza González

 

Conocí a una niña que adoraba el sol. Lo soñaba atrapado en una jaula de tomeguines, con un espejo como señuelo. También lo imaginaba en la poceta donde juegan los pececitos de colores. Era tan tenaz, que decidió cazarlo para regalárselo a los niños del pueblo que temían al invierno. Ella sabía que los rayos de sol son el mejor abrigo para los pobres.
     Saltando de alegría, tomó el tirapiedras de su hermano Eliobel y subió a lo más alto de la Loma la Pompita. Comenzó a tirarle cuando los gallos dejaron de anunciar la mañana. Tiraba y tiraba tan alto, que algunas piedras quedaron prendidas en las nubes como enormes frutos dorados. Cansada de tanto mirar al cielo, decidió pescarlo en las transparentes aguas del río; allí era más alcanzable. Lanzó el anzuelo una y otra vez, pero las aguas deshacían su redondos contornos.
     Fue entonces cuando se le ocurrió hacer un papalote de lirios, rosas y girasoles. Le colocó una gran cola de cascabeles. Subió sobre las ramas más cercanas a las nubes y, con la paciencia de un gran cazador, echó a volar su papalote musical, que, cascabeleando de este a oeste, subía y subía hasta perderse en el infinito. De repente, un baño dorado cubrió las casas, los niños, los árboles y hasta el mismo río: todo parecía de oro. El sol se había enamorado del mágico papalote y había quedado prendido para siempre en sus pétalos.

Por Nélida Puerto

    

Abuela, ¿dónde tu mano
ha detenido su aliento,
porque veo tu aposento
como una flor en desgano?:
tu voz es faro lejano.
Con nubes, rosas y acera
voy a hacerte una escalera
con cicatrices y esmero
para atrapar al lucero 
que te tiene prisionera.

Abuela, dame tu mano
y los zapatos de noche. 
Quiero sujetar el broche
de la luna en el pantano,
vestir al cielo lejano
con una rosa sin dueño.
Por eso pido tu empeño 
para este mundo estrenar.
Enséñame a caminar 
por los senderos del sueño. 

Por Néstor Montes de Oca

 

          A la niña Irina Morales Rodríguez,
          que creció desandando este texto.
          A Irma, que conoce el origen de esta fábula.

 

Mamá había retirado el mantel y hacíamos sobremesa cuando abuela llegó al comedor y dejó caer la noticia: —¡Se escapó el dinosaurio!
     Primero nos miramos como si no hubiéramos escuchado bien; después la observamos con tanta incredulidad, que volvió a repetirlo.
     —El dinosaurio se escapó y dejó vacío el paisaje de los volcanes —dijo poniendo el plumero sobre el aparador.
     Irina y yo nos reímos bajito, pero papá nos miró de tal manera, que nos mordimos los labios, porque es de mala educación reírse de los mayores, aunque digan un disparate.
     —¿Has perdido el juicio? —le dijo mi mamá, sin salir de su sorpresa.

Por María R. Martínez

             

         Conozco una amapola
         que está alto, alto, alto
          y tú eres un patico
          chiquito y nada más.

                  Rastelli


Le regalaba a mi niña
El Canto de la Amapola
y gobernaba al sillón
como a un barco por las olas.

Nadando en un mar de sala
quería quitarse la ropa
para amarrar los adornos,
como si fuera la soga,
en el muelle de un recuerdo,
con sus dos manos hermosas.

Por Javier Feijóo

 

Muchos años atrás, en Japón, en un pequeño pueblo a la orilla de un río, habitó una joven campesina muy hermosa. La muchacha vivía con su padre, quien era un sabio maestro samurái de avanzada edad. La fama de la belleza de su hija era tan grande, que de todos los rincones del país venían personas a admirarla y a realizarle propuestas de matrimonio, ofreciendo grandes tesoros a su padre, quien agradecía las ofertas, pero nunca las aprobaba.
     Un día la muchacha dijo:
     —Querido padre, siempre he confiado en su sabiduría, pero… ¿no considera usted que ya es hora de aceptar algún pretendiente? Vivimos en una cabaña humilde, somos campesinos y una buena dote de matrimonio nos vendría bien.
     A lo que el sabio contestó:
     —Paciencia, hija mía, existen cosas más importantes en el mundo que las riquezas, el esposo indicado llegará.
     Un día tocaron la puerta de la casa; era un apuesto general que vestía una armadura dorada con grandes banderas de fuego en la espalda.
     —Maestro, he venido desde muy lejos a tomar a su hija como esposa y ofrecerle el peso de mi ejército en oro. La joven y el viejo, después de hacer una profunda reverencia, se sentaron, a la vez que lo invitaban a sentarse.

Por Daniela Alejandra Serrano

 

Desde que llegó aquel día nublado y frío,
llegó para darle felicidad y color a mis días,
alejó tormentas y diluvios con su mirar,
iluminó mis días con su cariño y amor.


No podría imaginarme una vida sin ella,
pero sé que algún día tendrá que partir,
y con su cariño que me brindó sin cesar,
tendré que despedirme de ella y contemplar
su gran amor.

 

Tomado de Voces de Esperanza IV. Octubre 19-21-2023. (Virtual & presencial Quito Ecuador).

 

 

Por Marisol Velázquez

 

Duérmete,
         mi perla,
duerme ya.
Te traigo la espuma
sumida en altura,
                   su ágil apego
susurrar; arena,
olor a canela,
                    con paso de mimo,
y la mar ajena
   empujaba entera,
                     palidez tan dulce
con brazos arriba,
manos retorcidas
                     a vagar inocente
en la tardecita
azulada en vida.

Por Orlando V. Pérez

 

…Oye, están cargadas de energía, son una como especie de escáner; por medio de ellas, seguro que te das cuenta de lo que está pasando dentro del cuerpo, cómo están funcionando los órganos, para hacer bien el proceso de sanación.

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Yo no sé bien si tengo alguna energía, y de existir, tampoco sé de dónde me viene esa energía, si hay fuerzas allá arriba, que tú llamas…

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Superiores.

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Sí, que, según tú, bajan de pronto y se apoderan de mí. No he visto ni ángeles ni diablos. (¡No, diablos no, que son malos!) Pero tampoco he visto luces ni fantasmas, ni he oído nada… todo parece muy natural…

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A veces te he observado y me he dado cuenta de que escuchas… cosas extrañas, te encoges de pronto, echas a un lado el cel, o la compu, o apagas el televisor, o cierras el libro de cuentos…; entonces… aprietas las manos, las elevas y te quedas como aturdida, pero con las orejas bien paradas.