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Conozco una amapola
que está alto, alto, alto
y tú eres un patico
chiquito y nada más.
Rastelli
Le regalaba a mi niña
El Canto de la Amapola
y gobernaba al sillón
como a un barco por las olas.
Nadando en un mar de sala
quería quitarse la ropa
para amarrar los adornos,
como si fuera la soga,
en el muelle de un recuerdo,
con sus dos manos hermosas.
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Por Mariam Aguilar
Esta era una niña que creía en la magia de los arco iris y le dijo a su mamá que si salía uno se lo dijera. Un día la mamá la llamó y le dijo: “Ven, para que veas qué lindo arco iris hay en el cielo”. Frente a él, la niña le pidió un deseo. Ya por la noche el papá llamó por teléfono desde Estados Unidos para decirles: “Prepárense, que voy para allá mañana”.
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Sí que era grande aquella gigantesca sombra, unas veces verde intenso, gris otras, azulada en ocasiones y de noche tan negra.
Se le había vuelto una obsesión; ni tan siquiera sabía como llamarla.
Levantó una ola enorme, hizo un rizo encrespado y se puso una mano de espuma encima de sus azules ojos para mirar muy lejos. “¿Qué le atraía de aquella dama descomunal? ¿Qué guardaba en su seno?”
Por su parte la montaña escudriñaba aquella inmensidad azul que le hacía vibrar todos los árboles del monte, y con voz atronadora preguntó:
-¿Qué es?… -y tembló el monte.
Un pájaro asustado gritó:
-Es el mar, Señora Montaña. No tiemble de es forma que nos matará.
-Es que brilla, se mueve como si quisiera llegar a mí, y luego se retira.
El mar rugía:
-¡La amo!...
Su voz era tan distante que ella no lo escuchaba.
Las aves se asustaron mucho más y clamaron:
-Señora, deje de moverse o todos moriremos.
Los leñadores y campesinos sintieron pánico; debía ser terremoto y se marcharon.
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Duérmete,
mi perla,
duerme ya.
Te traigo la espuma
sumida en altura,
su ágil apego
susurrar; arena,
olor a canela,
con paso de mimo,
y la mar ajena
empujaba entera,
palidez tan dulce
con brazos arriba,
manos retorcidas
a vagar inocente
en la tardecita
azulada en vida.
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Flores en la clavellina,
hay flores en el macío,
más flores en esos bosques
y en las orillas del río.
Hay flores por dondequiera
que el río su cauce extiende;
el río y las flores hablan,
pero nadie los entiende.
Una serpiente fluvial
dibuja el río en su viaje,
y las flores le regalan
sus colores al paisaje.
Andan juntos río y flores
al bajar del lomerío,
hay un pacto de belleza
entre las flores del río.
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Un día armado de sol
la babosa dejó el casco:
y bajo un crudo chubasco
dejó libre al caracol.
En bajísimo bemol
la babosita orientaba
al amigo, que buscaba
un ser tierno y bondadoso,
y ese sueño se hizo hermoso:
aquel niño lo esperaba.
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Por Malena Valdivia Pérez
Me encontraba en mi habitación escribiendo cuando escuché un suspiro seguido del otro. Era el punto final que se había enamorado de la segunda coma del texto. Ella le correspondió con una tímida pausa. Entonces decidí utilizar la regla ortográfica llamada punto y coma, uniéndolos para siempre en la hoja en blanco. Más tarde terminé mi texto con tres puntos suspensivos; eran los tres pequeños hijos del punto y coma. Los utilicé para dejar en suspenso la historia…
Con este cuento la autora obtuvo Premio en el Encuentro Nacional de Talleres Literarios Infantiles (Ciego de Ávila, 2018). (N. del E.).
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Por Orlando V. Pérez
Vino hasta mí llorando. Le abracé la cabeza entre mis rodillas. Y como estaba acostado en la cama, no me fue difícil inventarle un espaldar con mis piernas. Ahí se recostó.
—¿Por qué lloras? —le pregunté.
—Mi mamá…
—¿Tu mamá qué?
—No, mi mamá… —dijo sollozando.
—A ver, voy a escucharte, pero… tienes que dejar de llorar.
—Es que…
—A ver, de nuevo cálmate, voy a contar hasta tres. A la una, a las dos, a las dos y media, a las dos y tres cuarto... Bueno, si sigo picoteando en fragmentos, más nunca llego al tres.
Le dio gracia mi chiste y se empezó a sonreír.
Le dije:
—¡Así me gusta, caray! ¿Ves cómo ya eres una niña normal?
—¿Y antes era anormal?
—Bueno, casi casi —le respondí, con lo cual la hice sonreír de nuevo.
Logré que se calmara y le pedí que me explicara con claridad cuál era su conflicto.
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Por Julio Crespo
Hace un buen rato que camino, camino, camino, y aunque no esté cansado, me aburre bastante no encontrar a alguien… Pero no hago más que sentir el deseo de tener con quién conversar para que, al momento, la vea a pocos metros. Anda sin demasiada prisa, aunque sin detener su paso, que es la mejor forma para adelantar. Lo primero que distingo es su caperuza, envuelta en el polvo de un recodo del camino. A pesar del polvo, puedo descubrir el llamativo rojo de la caperuza. Inmediatamente pienso en que pudiera ser ella… me gustaría que fuera ella… me pondría muy contento si fuera, nada más y nada menos que Caperucita Roja. Y resulta que sí lo es. En su mano derecha lleva una jaba de nailon; en la izquierda, una de tela. ¿Será posible que todavía le esté llevando buñuelos, panecillos y frituras a su abuela? Siento deseos de preguntárselo, pero estoy cohibido. Entonces ella me saca de la duda:
—Aquí llevo frituras y empanadas a mi abuela.
Le gustan tanto, que no puedo dejar de hacerlo. Ella para mí representa mucho y me complace darle esos gustos.
—¿Y eso no le produce desarreglos estomacales a tu abuela? Lo digo porque ella debe tener ya unos cuantos años.
—Efectivamente, tiene ya unos cuantos años, aunque por suerte también tiene —como dice mi mamá—un estómago de hierro… De todos modos, tratamos de no usar demasiados condimentos ni grasas en sus comidas.
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Por Aníbal López Parra
La caja de los colores
anoche me despertó:
dibujaban muy alegres,
cantaban en alta voz.
Me dijo muy asombrado:
—¿Qué fue lo que les pasó?
Siempre duermen muy tranquilos,
pero algo los despertó.
Sabían el compromiso
que hice con el profesor;
decidieron ayudarme
porque amigos míos son.
Tenían adelantado
un cuarto a todo color:
el campo, la palma, el cielo
y un jardín con una flor.
Les agradezco su ayuda,
estoy lleno de emoción,
serán amigos eternos
como también es el sol.
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