Por Miguel Pérez Valdés

 

De un gallo y una gallina
para comenzar el cuento,
salieron muchos huevitos,
que fueron muchos pollitos
que pasaron a gallos y gallinas
para continuar el cuento.
De un gallo y una gallina
para comenzar el cuento,
salieron muchos huevitos,
que fueron muchos pollitos
que pasaron a gallos y gallinas
para continuar el cuento.

 

 

Por Yelena de la C. Chávez


He buscado en los dibujos tu rostro
pero solo encuentro
hombres con cabeza de pájaros
cuerpos transparentes
bañados por dulces aguas
y esos paisajes de rara belleza
donde quizás esté yo
con la cara mitad luna
                   mitad sol
soy la niña
el pez
la mujer del velo
sumergida en el mar
oculta entre bosques infinitos

Por Mariam Aguilar


Había una vez una gema mágica que una princesa descubrió y le pidió un deseo: que la dejaran salir del castillo en el cual estaba encerrada. Al otro día sus padres, los reyes, la dejaron salir, pero por descuido dejó a la gema sola en su dormitorio. Un ladrón vino, y cuando la tomó entre sus manos, la gema le avisó a la princesa por medio de una señal que habían acordado. De pronto, la princesa entró en el castillo con la espada de Skalibur, y derrotó al ladrón. A partir de entonces, la gema acompañó a la princesa a todos lados.

Por Rachel Pérez


       Al profesor Manuel Vázquez

En un grupo de semillas danzantes solo una despertó en un jardinero amante de la danza, una luz a la que él entregó su conocimiento y su amor por el arte para hacerla florecer. Con un gran significado le brotó una rosa nueva, enérgica y creadora, a la cual le fue abriendo pétalos enamorados que adornó con simples palabras. Se le iluminó el alma ilusionada. El amor a esa rosa fue su inspiración para seguir a su lado hasta el fin de los tiempos.


La realidad de un sueño

De un sueño inesperado le surgió al bailarín la inspiración de crear un arte danzante que rompiera con los esquemas del ballet y pasara a la libertad de movimientos y a la improvisación de una idea creativa...
“Pasó el tiempo y pasó”... y el sueño... se hizo realidad.

Por Antonio Velázquez


Como una hoja
que el viento mueve,
auque alas tenga,
brillantes, verdes,
besando flores
a estancias breves:
retoza, gira,
se pierde a veces.
Luego regresa
cantando alegre,
toca una flauta
larga, muy leve
y lo que toca
nadie lo entiende.
Después se aleja,
desaparece,
como una hoja
que el viento mueve.

De El silencio mira.

 

 

Por Mariam Aguilar


Había una vez una niña que practicaba kárate y cuando llegaron a la casa la mamá entró al cuarto y empezó a gritar: “¡Ay, ay, hay un zombi aquí!” Pero entre sus padres y ella lo derrotaron. Entonces el zombi se volvió cenizas y las cenizas se volvieron zombi otra vez.
      Una noche en que el padre no estaba, el zombi se apareció en medio de las sombras de la casa apagada. Pero la niña encendió las luces y con su habilidad de karateca lo volvió a derrotar y esta vez las cenizas las dispersaron desde el balcón.
      Aquel zombi nunca más volvió a aparecer y desde entonces todos vivieron muy felices.

 

 

Por Abel Guerrero


Por una mirada
doy un aguacero
y todo el verano
a cambio de un beso.

Por una sonrisa
catorce canciones
y un rayo de luna
por dos caracoles.

Doy un papalote
por una mañana
y por sólo un guiño
una rosa blanca.

Mas, por esa estrella
que brilla en el alba,
no lo intente, amigo,
¡no me ofrezca nada!

 

 

Por Hilda A. Mas


Romelia ama las estrellas, las ve tan brillantes a su lado, que siente que allá lejos, en la Tierra, alguien también las ama, y suspira llena de tristeza.
Entonces decidió regalar unpoco de polvo de estrellas a ese ser tan querido que dejó a su partida; adornó su papalote y lo roció. Cuando todo estaba listo, comenzó el viaje hasta llegar adonde el ser amado descansaba.
Llegó a  su ventana y, sin hacer el menor ruido después de observarla por la ventana largo rato, dejo caer los polvos, esos que devuelven alegría, luz y paz al espíritu. Quería obsequiárselos a su hija, quien se encontraba triste después de su partida. Cansada pero feliz, se despide en silencio; su hija aún dormía, sin sospechar que su madre la miraba.
Romelia regresó acompañada del Sol, al cielo donde ya cada luminaria ha apagado su centellear. De ese modo, llegó hasta la lejanía azul para seguir noche tras noche viajando por las estrellas y darle plenitud a su hija, es decir, a la vida.

 

 

Por Maritza González

“A mi chiva Beba se la llevó la noche”, decía Romelia con gran tristeza. Se la llevó sin previo aviso; por eso no tuve tiempo para abrigarla ni decirle que no creyera en aquel zunzún pretencioso, siempre revoleteando sobre el jardín haciendo alarde de su plumaje tornasol. No le pude hablar del encanto que tienen los gallos en la madrugada, cantando a los cuatro vientos para despertar el sol. ¡Ay, Beba!, si pudieras escuchar el rumor del viento en el pinar, te darías cuenta de que sus ramas tocadas por el aire son como melodía de violines. Si alguien me pregunta si te has ido, diré que solo los tontos creen que lo amado puede marcharse; ahora, para encontrarte solo tengo que levantar los ojos al  cielo y allí te veo detrás de las nubes; ahora posada sobre las charcas de los ríos por el Este. Es por eso que te lanzo puñados de cocuyos para que  juegues. Cuando te observo sobre la luna llena, quieta, la veo como una abuela que te cuenta historias de estrellas, pero la noche es fugaz y no le alcanza el tiempo para decirte que algunas son vanidosas. Ten mucho cuidado y te dejes deslumbrar por sus luces. No te olvides de preguntarle dónde encontrarás la Osa Mayor, con su carro de estrellas. Así, cuando llegue la primavera te podré divisar en el mismo centro del firmamento, viajando con el collar de luceros que siempre soñaste. 

Tomado de Cuentos para despertar a Romelia

 

Por Kevin Soto

                                                                           
—Buenas tardes, ¿usted es Fabio?
     —Sí. ¿En qué puedo ayudarle?
     —Mi nombre es Victoria. Ramón, su jefe, me habló de usted. He venido a verlo por lo del gigante.
     Siempre lo había visto. A cualquier hora y desde cualquier lugar de la ciudad, veía a aquel gigante imponente y misterioso. A pesar que en algún momento a Fabio le asaltaron dudas sobre cómo lucía su rostro —pues siempre lo encontraba con los pies sumergidos en el mar parado de espaldas a la ciudad—, cuánto medía exactamente o si estaba ahí para amenazar o proteger, nunca en su vida preguntó. La presencia del gigante en la realidad era tan fuerte como la del mismo sol. Hacer una pregunta sobre él era como cuestionarse el sentido de la vida o cuán vasto es el universo, ese tipo de preguntas que en algún momento asalta a casi todo ser humano para luego, con el tiempo y la rutina, desvanecerse en la conciencia.