Por Anisley Fernández

            A Rosamary

Busca en la inmersión del verde ese rostro
lejos de la cruz
de la avidez del párpado.
Búrlate de la fiera que alimentó
tu condición doméstica.

Con el eco de la placidez clareando
sin la cicatriz del regreso
a la familia, ese adorno de la sangre
que hala indiferente.
Más allá de los juramentos
existe una cara.
Emprende con valentía la soledad
la mordedura del viento.
Prolóngate dentro del verde lino.
Abre los ojos en toda la proporción de lo inhóspito
y búrlate de la fiera.

Por Nicolás Guillén

 

Sombras que sólo yo veo,
me escoltan mis dos abuelos.

Lanza con punta de hueso,
tambor de cuero y madera:
mi abuelo negro.
Gorguera en el cuello ancho,
gris armadura guerrera:
mi abuelo blanco.

Pie desnudo, torso pétreo
los de mi negro;
pupilas de vidrio antártico
las de mi blanco.

África de selvas húmedas
y de gordos gongos sordos…
—¡Me muero!
(Dice mi abuelo negro).
Aguaprieta de caimanes,
verdes mañanas de cocos…
—¡Me canso!
(Dice mi abuelo blanco).
Oh velas de amargo viento,
galeón ardiendo en oro…

Por Mirta Aguirre

 

Yo me acostumbro, amor, yo me acostumbro.
Yo me acostumbro a estar sin ti. ¿Lo entiendes?

Quiere decir, amor, que no amanece;
quiere decir que aprendo a abrir los ojos sin tu beso.
Quiere decir que olvido, amor, que yo te olvido.

Como un morirse lento, implacable, a pedazos,
yo me acostumbro, amor, yo me acostumbro.
Y acostumbrarse es una cosa oscura,
es una cosa eterna, sin caminos,
como un caer caer en el vacío.

Yo me acostumbro, amor, yo me acostumbro.

Y un día y otro pasan.
Y un día triste no es día sino un cortejo inmenso.
Y dos días de tristeza ya no pueden decirse.

Por Ana L. López


Desde los tres años
mi padre me enseñó a llorar
sin tener culpa
a los diez me hizo jugar una prima
sin juguetes
a los dieciséis la vida me mostró
que debía vaciar mis silencios
en una libreta de apuntes
al cumplir veinte supe comparar
el amor de un hombre y una mujer
sin querer a ninguno
a los treinta compartí mis silencios
no jugué con ella
ni con él
igual me culparon
a los treinta y cinco dejé de llorar.
Una niña que se orina sintiendo golpes a los tres
y es marioneta a los diez
se convierte en una mujer que no perdona
en un dulce monstruo que cría versos.

Por Sandra M. Busto

 

El susurro de la brisa marina trajo un día hasta la orilla del mar a un ser tan divino como una hija de la Diosa Isis, de María, Magdalena, Lakshmi, Saraswati, Oshún o Yemayá. No era ente mitológico, sino sencillamente una mujer, y ya por eso a la vez sagrada, impura, perfecta, imperfecta, humana, ángel, hechicera y sobre todas las cosas, ella  misma, dispuesta a defender el derecho se ser y sencillamente existir. Venía vestida de soledad, aunque cubría su cuerpo con un traje típico de ciudad, no adecuado para su actual destino. Por eso, en cada paso dejó caer un trozo de tela, hasta quedarse solo con las flores que recogía a su paso. Traía con ella un equipaje de sueños, los suyos, aquellos por los que había desandado el tiempo.
   Subió un peñasco y, al fin, allí estaba el mar. Se detuvo a observar cómo el horizonte se fundía con el cielo y varios rayos de luz descendían hasta unir los dos azules. Unas saltarinas flamas, que parecían diamantes, brillaban entre las olas. Eran reflejos increíbles que llegaban justo hasta la orilla, como si el mismo sol tendiera su mano para iluminar aquel momento. La luz, que provocaba ese brillo en las olas, hacía que se sintiera bienvenida en el lugar al que llegaba, al que le traían sus pies, que ahora, descalzos, sentían la fina madera del pórtico al que entraba. Sonrió y soltó su pelo al viento, lo dejó libre de la trenza que la acompañó en su viaje, para que el aire lo moviera a su antojo mientras le acariciara el rostro. Esa sensación tan inocente y mágica que tanto le gustaba. Nadie acaricia el rostro como aquella brisa maravillosa que trae susurros. Ninguna mano humana podía tocar tan suavemente su piel y a la vez tan libre, tan agradable.

Por Carilda Oliver Labra

 

Me desordeno, amor, me desordeno
cuando voy en tu boca, demorada;
y casi sin por qué, casi por nada,
te toco con la punta de mi seno.

Te toco con la punta de mi seno
y con mi soledad desamparada;
y acaso sin estar enamorada;
me desordeno, amor, me desordeno.

Y mi suerte de fruta respetada
arde en tu mano lúbrica y turbada
como una mal promesa de veneno;

y aunque quiero besarte arrodillada,
cuando voy en tu boca, demorada,
me desordeno, amor, me desordeno. 

 

 

Por Raiza K. Olivera

 

De este tiempo solo quedará una algarabía silenciada por ciertas alucinaciones. Un montón de luces superpuestas, dimensiones reducidas a un designio, al deseo infinito de poseer los mundos. No habrá señales claras de este tiempo, no habrá ídolos supervivientes, no quedará nada. Algo así como lo que se ve tras el telescopio invertido, un montón de caras deformes, el universo en la odisea de tomar la figura de dioses, un rumor que pudiera llegar a ser un sonido alentador. Este tiempo dejará el legado insólito del más profundo olvido.

 

Posible ocupación

Soles desando, busco trabajo,
no hallo nada,
no soy zapatera
hay menos zapatos.

Qué tristeza me consume,
tantos zapateros idos
a buscar pieles finas de Alaska
a soñar moldes
Para amar las plantas que pisan
el sendero ciego
por donde se esfuman las almas
sin retorno.

Por Olga L. Martínez

 

De vuelta al beso distraído y loco,
a tu piel con mi lluvia, desmedida,
regreso ansiosa al punto de partida,
donde arderá el deseo poco a poco.

Si juegas al amor consume el vicio.
Si juegas a perderlo lo encarcelas
y no habrá luz, ni paz, ni pasarelas,
donde poner a desfilar tanto desquicio.

Saltarina es la gota que te alcanza
en medio del desorden y el espejo
con pétalos de flores: la venganza.

Comienza el baile con su fiel cortejo,
tus labios aprisionan mi tardanza,
cuando cae la noche en tu reflejo. 

 

 

Por Isabel Ricardo

 

Oculta entre las sombras
intento recordar
el mapa de tu cuerpo.
Salgo para enfrentarte
y entre bíceps, tríceps
y planos inclinados
en orgásmica locura,
quedo brutalmente satisfecha
hasta el infinito.

 

 

Por José Martí

 

     Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.

     Eran de lirios los ramos;
y las orlas de reseda
y de jazmín; la enterramos
en una caja de seda...

     …Ella dio al desmemoriado
una almohadilla de olor;
él volvió, volvió casado;
ella se murió de amor.

     Iban cargándola en andas
obispos y embajadores;
detrás iba el pueblo en tandas,
todo cargado de flores...

     …Ella, por volverlo a ver,
salió a verlo al mirador;
él volvió con su mujer,
ella se murió de amor.